Me piden una breve semblanza de Juan Martín Velasco, recién conocida su muerte. Creo que pocas cosas de las que he escrito las he hecho con tanta tristeza, con tanto dolor y, al mismo tiempo, con tanta paz, con tanta esperanza y con tanto agradecimiento. Y lo hago en medio de llamadas telefónicas, correos electrónicos y mensajes de WhatsApp de tantos amigos con los que comparto su pérdida.
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Tenía yo 17 años, recién llegado al Seminario de Madrid, cuando conocí a Juan. Era un profesor joven, a mí me parecía tímido en el trato. Nos daba clase de Filosofía de la Religión, citando a Descartes en francés, con una profundidad que yo entonces no era capaz de alcanzar suficientemente. No fueron años en los que yo tuviera una intimidad especial con él. Si en aquel entonces, incluso unos años más tarde cuando ya me había ordenado, alguien me hubiera preguntado qué pensaba de Juan, habría contestado sin dudar que era un buen profesor. Únicamente eso. Por eso comprendo perfectamente a muchas personas para las que Juan fue simplemente eso, un buen profesor.
Unos años después recibí una llamada de teléfono que me sorprendió. En ella me comunicaba que había sido nombrado rector del Seminario de Madrid por el cardenal Tarancón y que quería que nos viéramos para hablar. A partir de ese momento, conocí a otro Juan Martín Velasco que me era totalmente desconocido. Yo pensaba que era un intelectual, y conocí a un pastor de cuerpo entero. Alguien capaz de jugar natural y espontáneamente con los niños del colegio de emigrantes que él había creado, y dejar que se le colgaran de la chepa. Un cura cercano siempre vinculado a su barrio de Vallecas. Alguien con una visión de la situación de la diócesis de Madrid, su presente y lo que entonces era su futuro, capaz de desarrollar un proyecto de formación novedoso y arriesgado, incluso me atrevería a decir revolucionario, que tenía como objetivo responder a la realidad de la sociedad española que estaba en proceso de cambio, y de una Iglesia que acogía el Concilio entre la reticencia y la ilusión.
Una relación cada vez más íntima y cercana
Aquellos diez años de convivencia estrecha en la puesta en marcha y la realización del proyecto del Seminario de Madrid me permitieron cambiar la percepción que tenía sobre él. Dejó de ser el profesor, para empezar a ser el maestro. Y digo esto con la intención de dar la máxima profundidad que puede llegar a alcanzar este término. Su forma de ser, su cercanía, su cordialidad, su delicadeza en el trato… me permitieron descubrir su humanidad. Su finura en el análisis, su claridad en lo que había que hacer en cada momento, su libertad para abrir nuevos caminos (una libertad que pronto comprendí que tenía su origen en su experiencia de Dios), su coherencia a la hora de llevar las decisiones a cabo…, todo ello hizo que su figura se fuera agrandando, al mismo tiempo que nuestra relación fuera cada vez más cercana y más íntima.
Tras aquellos años, nuestra amistad se hizo cada vez más profunda. Ya no era el señor rector, seguía siendo el maestro, pero fundamentalmente el amigo con el que vivir en común muchos momentos felices y plenos de sentido, y no pocas dificultades, incomprensiones y críticas. Fueron años compartidos en el Instituto Superior de Pastoral. Años fecundos en su producción académica en los que puso negro sobre blanco no solo sus conocimientos, sino su propia experiencia de Dios; su preocupación por presentar una forma de vivir y ejercitar el cristianismo evangélica y significativa para el hombre de hoy; su interés por la evangelización de una sociedad tocada de increencia e indiferencia; su sueño por una reforma de la Iglesia que la hiciera más creíble y más auténtica. Años, en definitiva, de plenitud.
Y, finalmente, doy gracias a Dios por estos últimos años de fragilidad. Una fragilidad que ha sido todo un magisterio en aceptación de sus limitaciones, en cordialidad y cercanía en su trato, en bondad en su forma de relacionarse. Hoy mirando atrás solo me cabe dar gracias a Dios por haberme encontrado con Juan profesor, amigo y maestro, por todo lo aprendido y compartido, y por todo lo que su magisterio y su vida de creyente ha sembrado en nosotros. ¡Gracias!