Como teóloga y como artista, me preguntan constantemente qué opino sobre si deben retirarse los mosaicos del Centro Aletti, taller dirigido por Marko I. Rupnik. Oigo también muchos comentarios de teólogos y no teólogos hablando de arte y estética teológica, con poco criterio y aplicando máximas poco contrastadas con la teología que hay detrás del arte cristiano, en general, y de la teología del icono, en concreto. Y a alguno o alguna he defraudado porque no tengo claro que la totalidad de los mosaicos de este taller, que son abundantes y que están por todos los rincones del mundo, deban ser retirados.
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Quiero ordenar mis ideas para explicar por qué la pregunta sobre la retirada de los mosaicos me produce un profundo silencio, antes que ofrecer una contestación rápida y llevada por mis emociones.
En estas cuestiones, se debe partir siempre del primer principio de la moral fundamental cristiana: estamos llamados y llamadas a seguir a Cristo en “perfecta caridad”. Si la caridad es el criterio de partida, entonces, todo acontecimiento que procede del abuso de poder y sus consecuencias (abuso espiritual, abuso sexual, etc.), la víctima debe ser la primera.
Esta máxima es el fundamento de las bienaventuranzas (bienaventurados los que sufren, bienaventurados porque luchan por la justicia, etc.) y de la opción preferencial por los pobres (o, en su defecto, se puede cambiar por los agraviados, los manipulados, los ninguneados, los abusados, los maltratados…) proclamada en el Concilio Vaticano II a la sombra de una concepción trinitaria de la Iglesia, es decir, una Iglesia que da gratuitamente y recibe sin interés, y así se hace comunidad.
Dicho esto, las víctimas son siempre prioritarias, y no solo porque deben ser escuchadas y acogidas (ese es el primer paso), sino porque, al igual que Cristo (véase, por ejemplo, Mc 5, 25-34; Mc 7, 24-30), la Iglesia tiene obligación de ser “mediadora de sanación” de la salud de las víctimas (este es el segundo paso) a través de procesos de reparación (o reconciliación si llegase el caso). En realidad, estamos aplicando aquello que decía Jon Sobrino de que seguir a Jesús es bajar de la cruz a los pobres. Es asegurarnos de que la reparación se incentiva, se apoya y se refuerza.
Para ello, el victimario y la comunidad cristiana deben participar de la reparación. Más allá del proceso de sanación del propio victimario (que también hay que acompañar), si la comunidad parece insensible, se queda inmóvil y no toma medidas, por miedo, porque no tiene recursos o porque, en su perfecta caridad –puede suceder–, cree que con eso protege al victimario también, entonces, está siendo cómplice de bloquear los procesos de reparación. No posicionarse, dejar las cosas como están, no es permanecer neutral. Es posicionarse en beneficio del que tuvo el poder y lo usó mal, y eso es un pecado de omisión.
Caridad más real
Por eso, existe un tercer paso en el proceso de mediación sanadora, que es la revisión de las estructuras, recursos y herramientas que participan en la vida comunitaria y que deben ser mejorados para que haya una justicia restaurativa, es decir, una perfecta caridad más real. Los tres pasos –escucha y acogida, reparación, y mejora de la justicia intraeclesial– se pueden dar a la vez; de hecho, es mejor que se den a la vez, para que la presencia de un paso espolee la presencia de los otros dos.
Cuando hablamos de los mosaicos de Rupnik, estamos reflexionando sobre el segundo y tercer paso. Muchos se preguntan si la obra de arte es independiente del artista. Efectivamente, la obra tiene vida propia más allá de los artistas. De hecho, el sentido que el artista le dio a la obra puede ser mil veces interpretado por cualquier observador. Incluso sin conocer su significado, el observador construirá su concepción de la obra, a partir de su propia experiencia, emociones, sentimientos y pensamientos. Este es el lenguaje del arte, queda siempre abierto para conectar con la profundidad íntima de la persona, cambia con el contexto y se resignifica dotándose de otro contenido o perdiendo su significado.
Así, se puede separar la obra de Picasso, pongamos el Guernica, del varón Pablo Ruiz Picasso, el maltratador, porque el objetivo del artista Picasso es ser artista y hacer arte, incluso un arte noble, como hacer oír el clamor de un pueblo arrasado y, con ello, colaborar en crear condiciones para que no vuelva a suceder. Y la finalidad del Guernica es simplemente ser arte, pues el observador, sin saber que algo sucedió en el pueblo de Guernica, puede explorar sus propias emociones y cavilaciones sobre el impacto de la violencia en el ser humano. O, incluso, disfrutar de su técnica cubista, y nada más.
Por último, hay una idea bastante errónea cuando se habla de arte: la de que el arte es eterno. Se trata de una construcción romántica (y del Romanticismo) del mito del artista como genio y la obra del arte como imperecedera. Ni siquiera los griegos, que construían sus estatuas en un mármol excepcional, tenían como intención que permanecieran por el fin de los siglos. Con la modernidad, surge la necesidad de conservar el arte, aunque esté roto o ya no responda a su función principal. De hecho, los museos son invento de las academias del arte modernas, para conservar, como un escaparate, aquello que algunos académicos (hombres, blancos y europeos) afirmaban que era arte…
El arte religioso, por el mismo hecho de ser religioso (y se debe distinguir entre el que tiene una temática religiosa y el que es religioso con o sin temática explícita), tiene una finalidad superior. En palabras del propio Rupnik, tiene la intencionalidad sublime de conectar lo material con lo transcendente. En realidad, el arte religioso tiene varias funciones:
- transmitir el kerigma a través del acercamiento al misterio de la Encarnación;
- mover a la experiencia religiosa personal y comunitaria;
- conferir sentido de pertenencia;
- catequizar a través del conocimiento de la Biblia, Jesucristo y los santos;
- orientar la vida y el comportamiento.
Rupnik se centra en la dimensión mistagógica y catequética del arte, lo que él y otros –animados por Pablo VI y Juan Pablo II– llaman la via ‘pulchritudinis’. Es decir, que el arte religioso sirve para favorecer el encuentro con Cristo y la maduración de la fe (catequesis).
El artista orante
Estas ideas, que se pueden leer en los muchos libros de Rupnik, están extraídas de la teología del arte ortodoxa (Vladimir Soloviev, Paul Evdokimov, Pável Florenski, etc.) y la teología del símbolo occidental, en la que arte y artista se funden en un acto de fe, un canto del orante, en recrear, sabiéndose a distancia, el acto creador de Dios a través de la transmisión de la fe en forma de imágenes, un testimonio armonioso y bello de la Belleza suma, de Dios Trinidad. Esta tradición y también Rupnik hablan del artista como orante: cuando el artista hace un icono, está trazando un camino de santidad.
Algunos, como Pavel Florenski, serán todavía más radicales: “Solo los santos pueden ser pintores de iconos”. Si el arte es testimonio, porque está evangelizando, no puede ser solo forma, el arte por el arte –como la lata de sopa de tomate ‘Campbell’ de Andy Warhol–, ni tampoco solo forma y contenido, el arte para la denuncia –como el Guernica de Picasso–. Para Rupnik y estos teólogos ortodoxos, el artista no es un mero técnico, es alguien que da testimonio de su fe.
Por lo tanto, para estos autores, no se puede separar forma, contenido y artista, porque renunciaríamos a la función del arte religioso, que es contribuir a la misión de la Iglesia, que es dar testimonio del Dios vivo. Si aceptamos esta premisa, algunas acciones de Rupnik, invalidan la función de su arte religioso. Es un arte que se ha des-significado, y peor todavía, ha producido en parte de la comunidad cristiana un rechazo a los objetivos del arte religioso: no reconocen en ese arte el Amor de Dios –perfecta caridad–, rechazan a la parte de la Iglesia que mantiene esas obras donde están –por lo que se reduce la pertenencia– y se ha convertido en un contraejemplo de la vida y comportamiento humano. O sea, el mismo Rupnik se contradice en lo que defiende.
(…)