Con alegría constatamos que muchas iglesias locales han asumido el desafío impulsado por el papa Francisco de iniciar o profundizar una dinámica sinodal que concrete y exprese el peregrinar conjunto del Pueblo de Dios, según el discernimiento situado de las inspiraciones del Espíritu. La tarea requiere ir descubriendo y poniendo en práctica una espiritualidad de comunión junto a algunos acontecimientos, estructuras y procedimientos específicos.
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Esta reflexión busca contribuir a dicho impulso aportando un criterio de discernimiento pastoral operativo. Todos aquellos cristianos y cristianas que nos lanzamos a vivir un cristianismo en clave sinodal podemos, de alguna manera, abrazar al que es distinto y hacerle espacio en nuestro corazón y en nuestras comunidades.
Si bien durante este tiempo de pandemia hemos descubierto la conexión digital como un espacio de encuentro, también experimentamos que no es suficiente para expresar y realizar la riqueza de una vida que merece la pena ser vivida y compartida. El papa Francisco nos recuerda que también son necesarios los gestos, las expresiones del rostro, los silencios y el lenguaje corporal como parte de una comunicación humana plena (cf. Francisco, ‘Fratelli tutti’ nº 143). ¡Él mismo nos ofrece el testimonio de dar y recibir abrazos significativos a lo largo de su pontificado! Al verlos podemos experimentarlos como verdaderos íconos de evangelización.
Estos tiempos nos invitan a recuperar el abrazo de hermanos, en tanto gesto y en tanto imagen de la invitación al encuentro, para que la sinodalidad sea signo de fraternidad (cf. Francisco, ‘Soñemos juntos un camino hacia un mundo mejor. Conversaciones con Austen Ivereigh’, Barcelona, Plaza Janés, 2020, 24).
Abrazos urgentes
Hoy hay abrazos que son urgentes y nos resultan difíciles. Las diferencias entre las personas, comunidades y las culturas son realmente incómodas (cf. Francisco, ‘Evangelii gaudium’ nº 131). Francisco de Asís nos dejó el testimonio de que al compartir sus bienes con los leprosos, sentía rechazo hacia ellos, y al darles la limosna se tapaba la nariz y miraba para otro lado. Pero un día se bajó de su caballo, le besó la mano a un leproso y se dejó besar también por él, descubriendo que lo que era amargo ahora le resultaba dulce (Cf. Martín Carbajo Núñez, ‘Francisco de Asís y la ética global’, Madrid, PPC, 2008, 56-57). La filósofa Adela Cortina nos alerta sobre la ‘aporofobia’ esto es, un cierto malestar y hostilidad ante el pobre o ante el desamparado (cf. Adela Cortina, ‘Aporofobia. El rechazo al pobre’, Buenos Aires, Paidós, 2017, 24).
Es bueno que nos preguntemos qué abrazos nos resultan difíciles y qué abrazos estamos rechazando como cuerpo eclesial. Muchas veces en lo cotidiano tenemos reservas para acercarnos y dejar que se acerquen aquellos a los que consideramos diferentes a nosotros. Todos podemos recordar a las personas a quienes nos cuesta aceptar y hacerles espacio en nuestras vidas y comunidades. Estamos convencidos de que ninguna persona que sea tan distinta, que haga opciones de vida, de fe y de ciudadanía tan diferentes a las que hacemos nosotros podría ser realmente agradable a Dios y un buen cristiano. San Pablo salió al cruce de algunas tensiones comunitarias semejantes y puso sobre la mesa las consecuencias comunitarias que tiene el bautismo: “ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer…” (Gal 3,28).
Nuevos espacios comunitarios
A fin de suscitar la imaginación y ayudar a concretar este criterio de discernimiento, comparto tres experiencias que actualizan hoy estas tensiones, y que nos invitan a imaginar nuevos vínculos personales y espacios en la comunidad en los acontecimientos, estructuras y procesos sinodales a aquellos que consideramos diferentes.
Cuentan que una vez dos sacerdotes y teólogos argentinos vieron a algunas personas rezando ante un Vía Crucis y se preguntaron si tenían fe y si esa fe era verdadera. Parece que a aquellos que tenemos más formación nos cuesta descubrir el valor de la fe de los más sencillos y aprender de sus aportes. Esto puede agravarse cuando esa fe es expresión de otra cultura, como es el caso de nuestros hermanos migrantes. Por eso, descubrimos que es necesario no ser “clericalistas”, esto es, no tener como medida de todos, el estilo de una sola forma de vida cristiana. Estamos llamados a proponer instrumentos de participación sinodal que tengan en cuenta esta diversidad cultural de los bautizados de nuestras iglesias locales y que, por lo tanto, integren en las consultas la expresión gráfica y simbólica.
Hace unos años, un joven se acercó a robarle a una catequista en la puerta de la capilla ubicada en la periferia de una gran ciudad. Ella, abrazándolo, le dijo que Dios sabía cuánto sufría y que lo quería. Rezaron juntos antes de que se fuera. A veces no vemos a la persona real detrás de aquellos que nos resultan amenazantes. Muchos jóvenes de los barrios populares o personas que han estado encarceladas sienten que desconfiamos de ellos. Y, aunque las comunidades cristianas trabajemos para promocionarlos socialmente, por lo general, no los invitamos a participar en los discernimientos comunitarios (cf. Francisco, ‘Christus vivit’ nº 234 y 235). Estamos convocados a promocionar eclesialmente a nuestros hermanos bautizados que se encuentran excluidos en la sociedad, ofreciéndoles una participación activa en los procesos sinodales de nuestras comunidades eclesiales.
Recientemente una comunidad parroquial recibió una importante donación anónima que le permitió terminar de mejorar parte del templo. Agradecidos por el hecho, buscaron conocer quiénes eran los donantes para reconocerlos públicamente. Pero se conmocionaron y no supieron que hacer cuando descubrieron que la donación había sido realizada por una pareja constituida por dos personas del mismo sexo. En muchas comunidades aún se mantiene el desafío de reconocer los dones y ofrecer espacios en las estructuras pastorales a personas que transitan búsquedas alternativas de identidad sexual o que establecen vínculos familiares diversos (cf. Francisco, ‘Amoris laetitia’ nº 297).
Discernimiento orante
Los cristianos confiamos que el Espíritu hace posible lo humanamente difícil. El desafío consiste en apostar por un discernimiento orante sobre estas realidades que nos mueva a la conversión personal y comunitaria efectiva. Jesús, no solo invirtió la pregunta sobre quién es nuestro prójimo, sino que nos propuso como ícono de proximidad a una persona considerada impura, detestable y peligrosa para la cultura religiosa de aquel tiempo (cf. Francisco, ‘Fratelli tutti’ nº 82).
La diversidad en la conformación de los diversos equipos sinodales de las parroquias, de las vicarías y de las diócesis puede convertirse en signo de fraternidad real y de apertura al Jesús que en el distinto sale a nuestro encuentro, haciéndonos dulce aquello a lo cual temíamos y nos desagradaba.
En definitiva, podemos considerar que las personas somos distintas solo en dos sentidos: a veces nos hacemos cargo de la situación del otro y lo abrazamos cuando lo encontramos, y otras pasamos de largo y seguimos caminando solos (cf. Francisco, ‘Fratelli tutti’ nº 70).