Ni traductores ni portavoces. A don Fernando no le han hecho falta nunca intérpretes o intermediarios. Siempre se bastó y se sobró para expresar lo que sentía y pensaba. Sin anestesia. Con una meridiana claridad que no suponía barrera alguna para el interlocutor que tenía enfrente. Porque nunca levantó muros. Simplemente huía del circunloquio. Certero. Para reconocer los méritos o para dar un toque de atención.
Un aplomo que no solo le hacía ganarse el respeto del otro, sino invitarle a entrar en diálogo. Un don, recibido, trabajado y reconocido que le erigió en el gran negociador eclesial durante la Transición, en algo más que la mano derecha de Tarancón en la homilía de la coronación de Don Juan Carlos, y en el pastor incómodo de Pamplona que dio la cara por las víctimas de ETA.
Salamanca solo fue el comienzo
Ser elegido decano de la facultad de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, fue solo el principio para este claretiano de pura cepa, por su talante intelectual y su ardor misionero infatigable. Luego llegaría la mitra en León. Después, la secretaría general de la Conferencia Episcopal durante seis años, para dar el salto después a Granada y, finalmente a Pamplona-Tudela.
Cuando se jubiló como arzobispo de Navarra en 2007, decidió retirarse a Málaga. Y hubo quien quiso sellar aquel cese de la actividad con el olvido. Hasta que Francisco decidió que el primer cardenal español de su pontificado debía ser el claretiano de Calatayud al que tanto había leído. Con este gesto, el Papa marcaba el rumbo que quería para la Iglesia española. No revivir el pasado, sino actualizar esa cultura del encuentro que se selló en el paso a la democracia.
Un trabajo extra
Don Fernando asumió el encargo. A partir de ese momento, el foco eclesial puso su mirada sobre él. Así, ha cumplido un quinquenio de trabajo extra que no esperaba, pero que ha exprimido hasta el último instante. Francisco no puede quejarse. El purpurado ha zarandeado al Episcopado español con lecciones de audacia, una frescura propositiva y una lucidez argumental que no correspondía con los datos de su carné de identidad y menos aún con su cuadro clínico.
Lo ha manifestado en cada intervención pública. También en cada artículo remitido a Vida Nueva. Alguno de ellos ovacionados en una Plenaria de la Conferencia Episcopal que le recuperaba no solo como memoria viva, sino como sabio al que consultar y tener en cuenta ante cuestiones tan delicadas como la crisis catalana o la sinodalidad eclesial.
Recuperó la voz, aunque nunca había dejado de hablar. Mucho menos de reflexionar, de aventurar, de sugerir. Sin pamplinas. Evangelio proclamado sin aderezos ni pelos en la lengua. Como en su penúltimo consejo a su casa de Vida Nueva, antes de sufrir un ictus el pasado sábado, antes de despedirse definitivamente desde Málaga, para partir a la Casa del Padre: “Basta de medias palabras. Vamos a poner las cosas serenamente en su sitio”.