Tribuna

Adiós al teólogo José María Castillo: ni se frenó ni lograron frenarle

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Nunca se frenó. Ni lograron frenarle. José María Castillo ha sabido moverse en el conflicto intelectual. De los pocos que se ha bandeado en arenas teológicas movedizas sin temor a acabar en el exilio inquisidor. Su incomodidad le llevó a pagar multas docentes, que se quedaron en anécdotas para el investigador que hoy ha fallecido a los 94 años.



Siempre puso a la Iglesia frente al espejo de Jesús, sin temor a borrarle tanto maquillaje que parecía disimular, no tanto sus arrugas, como las contradicciones encubiertas que la separan del Evangelio. Los ritos, el poder, el dinero, la política… Reflexiones no gratuitas, sino modeladas por una labor docente que le llevó a ser profesor invitado lo mismo en la Gregoriana que en Comillas o en la UCA de El Salvador. ‘Honoris causa’ por la Universidad de Granada, su tierra, supo divulgar la teología dogmática hasta hacerla popular en su sentido más amplio y estricto con más de treinta libros a sus espaldas.

Sígueme y abandona todo

Todo ha sido objeto de su pasión por no dejar que el pensamiento se quedara encerrado en un laboratorio o en un despacho, sino que aterrizara en el barrizal de las calles. Sin límite alguno, tabúes ni medias tintas. Fin del celibato. Ordenación femenina. El sexto mandamiento. Y la desaparición del clero, que llevó al extremo en carne propia. Después de cumplir sus bodas de oro como jesuita, dejó el sacerdocio. Lo justificó. “Ser un funcionario de la Iglesia da seguridad al que la tiene. Yo la he tenido muchos años, pero me salí de todo eso porque Jesús lo primero que decía a los discípulos era ‘Sígueme y abandona todo’”.

Josemariacastillopapa

Cuando la vejez podría haberle agriado o deprimido, sus sueños de reforma se tornaron esperanza. El pontificado de Jorge Mario Bergoglio. Y no solo porque el papa Francisco llegara a llamarle por teléfono y le invitara a la Casa de Santa Marta en lo más parecido a una redención frente a los vetos padecidos. Al veterano pensador le convenció el pontífice porteño y le reconcilió, en parte, con su ser Iglesia. Eso sí, ni una rebaja al aguijón profético que nunca supo de autocensura. O casi. “Si me callo cosas, es por no crear mayores problemas a terceros. Si no, yo digo lo que tengo que decir”.