“Teóloga” o “Papisa presuntuosa”. A Adriana Zarri le dirigieron estos epítetos en tono peyorativo cuando las mujeres aún no habían adquirido una competencia teológica y una palabra reconocida. Ella tomó por propia iniciativa la palabra y con su sabia y afilada pluma discutió, denunció y siguió trabajando.
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Durante los años del Concilio Vaticano II, Adriana escribió en periódicos y en revistas que aspiraban a la reforma de la Iglesia y a redescubrir las raíces evangélicas.
Puso voz a los temas eclesiales más candentes como el autoritarismo jerárquico, el papel de los laicos y las mujeres en la Iglesia, compatibilidades e incompatibilidades con la política, el celibato y el divorcio o la sexualidad y anticoncepción. Se convirtió en la paladina de un catolicismo adulto y reflexivo.
En 1962 publicó un libro con un título evocador, ‘La Iglesia, nuestra hija’, en el que reclamaba para los laicos y clérigos un amor generativo, de padres y madres, y el deber de indicar “patologías” en el seno de la comunidad de creyentes.
Su vocación teológica surgió temprano, durante su infancia. Nació el 26 de abril de 1919 en San Lazzaro di Savena, cerca de Bolonia. Era la menor de dos hermanos de una familia que regentaba un molino. Su infancia serena, se vio perturbada por un sentimiento dramático de rechazo a Dios, resuelto por una deslumbrante revelación del amor divino que experimentó como una “conversión”. Comenzó su búsqueda religiosa cuando solo tenía once años.
Las palabras con las que en diarios inéditos y en raras entrevistas Adriana se refería a esa experiencia, que se repitió en su vida, recuerdan sugerentes páginas de Simone Weil y Raïssa Maritain. Experimentó un amor apasionado que más tarde encontró en Teresa de Ávila y Catalina de Siena y cantó, con palabras aprendidas del Cantar de los Cantares y de la literatura mística, en su obra Tú. Casi oraciones (1971).
La escuela secundaria clásica y la Juventud Femenina de Acción Católica en Bolonia, le dieron una sólida formación cultural y moral. El instituto religioso de la Compagnia di San Paolo, donde llegó animada por un espíritu de “misticismo apostólico y contemplativa activa”, le ofreció nuevas oportunidades de profundización y estudio.
Ritmo trinitario
Adriana pronto maduró una nueva espiritualidad que reevaluara la experiencia humana superando la actitud pesimista y mortificante de la ética tradicional. Se necesitaba una nueva libertad, más allá de cualquier seguridad de estatus o institución religiosa, para compartir la humanidad y la historia de todos.
En la flor de la vida, habiendo atesorado una sabiduría intuitiva en la que identificó rasgos específicos del pensamiento femenino, Zarri percibió un ritmo trinitario impreso en el cosmos y en el hombre: un ritmo que afectaba a la relación entre los sexos, al camino de la humanidad y a cualquier plano de la vida. Un ritmo transmitido a través del acto de la creación y el don de la Encarnación por un Dios que, en sí mismo, era la relación trina y dialéctica del Padre, el Hijo y el Espíritu.
Las categorías que derivaron de este pensamiento fueron creativas y vitales, en una época que favoreció rápidas transformaciones. La imagen plural, comunicativa y amorosa de Dios se contraponía a la anterior figura monolítica, lejana y temerosa. Redefinió el estilo humano y cristiano en valores como la riqueza de la diversidad, la validez del enfrentamiento o la dinámica de las relaciones.
Total solidaridad
Devolvió su valor a cualidades femeninas como la hospitalidad, la apertura y la escucha. Alimentó el sentimiento místico, fortaleciendo la “total solidaridad” entre Creador y criaturas de un Dios; y la conciencia de que una “semilla divina” está enterrada “en la mortalidad” de los seres.
La suya fue una elección de libertad y laicidad ajena a cualquier institución o voto eclesiástico, que respondía exclusivamente a una sólida promesa interior. Una elección que molestaba o fascinaba por una radicalidad vista como algo exótica. Adriana aceptó entrevistas y sesiones de fotos para la prensa de la época y lo llevó con absoluto rigor y coherencia, sencillamente abrazando la vida “que quería vivir”.
Combinando esencialidad y pobreza con el lenguaje de la belleza, restauró gracia y esplendor a objetos y ambientes abandonados, hizo florecer jardines y huertas y revivió las tierras desérticas. Sus ermitas se convirtieron en oasis de armonía, lugares donde fueron acogidos, sin prejuicios ni discriminaciones, cristianos decepcionados con la institución eclesiástica y aquellos que aspiraban a un Absoluto al que no atribuían ningún nombre.
Comunión cósmica
Vivió en aquellas apartadas moradas como anticipo de un Edén, primicias de una vida sin fin de la que ya se sentía parte, “inmersa en la comunión cósmica”. Desarrolló ese espíritu contemplativo que siempre había sentido como su verdadera vocación.
Se convirtió en maestra de oración y creadora de nuevos equilibrios entre la humanidad y la naturaleza. Y lo hizo décadas antes de que la emergencia ambiental protagonizara la Laudato si’ del Papa Francisco. Escribió: “Abandonarnos en los brazos cósmicos de la tierra, abandonarnos en los brazos de la vida, es el modo femenino de abandonarnos en los brazos de Dios”.
*Artículo original publicado en el número de julio de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva