48 mujeres asesinadas en 2017. El dato nos avergüenza a todos. Todos los crímenes son reprobables. Pero que un varón asesine a la madre de sus hijos, y a veces a los mismos hijos, niega lo más profundo de nuestra humanidad.
Los políticos han dicho que harán lo posible para eliminar estas atrocidades. Sí, es necesario hacer bastante más. Se puede hacer bastante más. Se debe hacer bastante más. La vida es más que economía, señor presidente. ¿No le parece?
Esas circunspectas sentencias imponiendo a los agresores el alejamiento de sus víctimas no sirven para nada. Con todos los respetos, resultan ridículas. El asesino no se siente retenido por esas prohibiciones. Es preciso actuar de otra manera. Al primer intento de agresión bien comprobado, el culpable debería ir a la cárcel. Y si es extranjero, ser expulsado de España. Es la única manera de evitar que lo vuelvan a intentar y la única de proteger eficazmente a las mujeres amenazadas. Nuestras instituciones tienen que ser más claras y decididas en proteger el bien y excluir el mal.
En el campo preventivo deberíamos revisar, con sinceridad y humildad, cómo estamos presentando la sexualidad a los jóvenes. Presentar el sexo como una posibilidad de placer y diversión, sin ahondar en sus dimensiones personales, afectivas y espirituales, es preparar el camino para estas aberraciones agresivas y violentas. Una buena educación sexual y afectiva es el mejor y el único remedio verdadero para estos abusos. Los educadores tendrían que pensárselo bien.
Lo que ocurre es también síntoma y consecuencia de la falta de fe cristiana en la educación y en la formación. Casarse y amarse en el nombre de Jesús es la mejor inmunidad contra la violencia doméstica y familiar. Pero, al menos, ofrezcamos a todos una visión verdaderamente humana y personal del amor y del sexo. Lo contrario es hundirnos en la animalidad.