En este tiempo Pascual, la Iglesia quiere manifestar signos de luz porque, al resucitar el Señor del sepulcro, él se constituyó en esa luz. Muchas veces, en la vida de fe, no logramos dimensionar qué significa la resurrección de Cristo.
Si escudriñamos en lo profundo del corazón, nos daremos cuenta de que el no creer no es dudar del hecho en sí mismo, sino más bien es una convicción creyente débil que aún no ha percibido esa ‘Pascua’ o ese ‘Paso’ de la muerte a la Vida. Somos conscientes de que Dios es Vida y de que su Hijo ha vencido a la muerte. No obstante, aún faltan signos de resurrección que, como hijos de Dios, estamos llamados a dar. Sabemos que el ser testigos creyentes de este extraordinario acontecimiento nos lleva a mirar la vida desde otra perspectiva. Entender que la vida es más fuerte que la muerte, que el bien es más fuerte que el mal, que la misericordia es más justa que la propia venganza, que el amor es más fuerte que el odio, o que la verdad es más fuerte que la mentira son valores reales por los que apostamos como cristianos.
Los cristianos somos personas que vivimos en la fe y en la esperanza, sobre todo mientras peregrinamos por este mundo, pero no depositamos nuestra confianza en cualquier cosa, sino en algo concreto como lo es la persona de Jesús resucitado, el cual nos promete la Vida eterna y nos prepara una morada junto al Padre. Nos dice San Pablo “Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven” (Heb 11, 1). Es decir, creemos que después de esta vida hay algo más y ese “algo” guarda relación con nuestra necesidad de trascender. Por eso, aguardamos la segunda venida de nuestro Señor no para aguardar sentados una sentencia categórica de cómo nos comportamos durante esta vida, sino esperanzados en que su misericordia será justa y de acuerdo como Dios nos ama y de qué manera habremos amado.
En una sociedad como la nuestra, con todos sus antivalores que –por momentos–, oscurecen y confunden nuestro modo de vivir, a veces, las opciones que tomamos no son las mejores, entonces, perdemos el sentido de vivir, nos quedamos en la oscuridad y nos alejamos de Dios. Pero estemos atentos, pues esta actitud puede llegar a convertirse en una verdadera amenaza para nuestra existencia. Si Dios y los valores, como también la diferencia entre el bien y el mal, permanecen en la oscuridad, todas las otras iluminaciones nos otorgarán un poder y una felicidad frágiles. No son solo un derecho ganado a decir: “Estoy llamado a ser feliz y hago lo que quiero a costa de lo que sea”. También son, al mismo tiempo, amenazas que nos ponen en peligro, a nosotros, nuestra familia y a la sociedad en general.
Es cierto que la Resurrección de Cristo nos encamina hacia la felicidad, sino fuera así, ¿por qué el Señor iba a querer morir para sostener una blasfemia o mentira acerca de su identidad? Él es el Hijo de Dios, el Emmanuel, el que vino para redimir al género humano. Creer en esta promesa es todo un desafío para el que tiene fe y se juega por amor a Dios su opción por el Reino. No conozco a nadie que quiera ir a la muerte por mantener una mentira y Jesús siempre habló con la verdad, porque él es la Verdad (Jn 14, 6). Pero antes debemos saber que, como hijos de la luz, no podemos justificarlo todo en pos de una mal entendida felicidad. Nuestra respuesta creyente va por otro lado: “El Señor es nuestra alegría y nuestra luz, seamos portadores de su luz y no de la nuestra”.