El papa Francisco nos entregó hace algunos años atrás un documento desde el corazón de su ministerio que quiero rescatar. Un documento que se nos desnuda a partir de uno de los momentos más sublimes en la vida de Cristo y de los cristianos: el Sermón de la Montaña.
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Alegraos y regocijaos (Gaudete et Exsultate), le dice Jesús a los pobres de espíritu, a los mansos, a los que lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos por causa de la justicia, a los injuriados, perseguidos por su causa.
A ellos los llama bienaventurados por caminar en su presencia y buscan ser perfectos según el corazón del Padre. A ellos los llama a la santidad y ese llamado es recordado por Francisco para sembrarlo en el espíritu del hombre y la cultura de hoy. Esta nueva exhortación no es un tratado sobre la santidad. Francisco nos ha acostumbrado a mostrarnos su amor desde un perfil mucho más pastoral y cercano, cuya intención es llegar al corazón de la mayor cantidad de personas, ya que, con este documento, su objetivo es “hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades”.
Sean santos, porque yo soy santo
“Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: «Sean santos, porque yo soy santo»”, nos lo pide San Pedro en su primera carta (1:15-16). San Pablo también se hace partícipe de la invitación, ya que “Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestras propias obras, sino por su propia determinación y gracia.
Nos concedió este favor en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo” (2 Tim 1,9). Incluso, la antigua voz veterotestamentaria también hace la invitación al decirnos que seamos “santos, porque yo, el Señor, soy santo, y los he distinguido entre las demás naciones, para que sean míos” (Lv 20,26).
Francisco asume el compromiso de recoger esta invitación de las Escrituras y ponerlas a rodar en medio de las tinieblas y complejidades del mundo contemporáneo para recordarnos que hay, desde el inicio de los tiempos, una invitación abierta a ser “santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1,4). No tiene ningún reparo en afirmar que la santidad es el rostro más hermoso y luminoso de la Iglesia.
La santidad es una gracia. La gracia es una cualidad sobrenatural inherente a nuestra alma que, en Cristo y por la comunicación del Espíritu Santo, nos da una participación física y formal, aunque análoga y accidental, de la misma naturaleza de Dios.
¿Una existencia mediocre?
Comprende Francisco que el cristiano, en especial el católico, no puede quedarse colgado, paralizado, nada de eso. El Señor “nos quiere y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada”. Tres calificativos sorprendentes y sin desperdicio alguno. El camino que traza es absolutamente creíble e increíblemente concreto: “Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra”. El reto para el ideal de la santidad es la vida diaria, no las cosas extraordinarias, por eso es comprensible para la gente sencilla.
Nos muestra la dimensión personal y decididamente intransferible de la santidad: “Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12, 7), y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él… Porque la vida divina se comunica «a unos en una manera y a otros en otra”. Además, “el Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo”.
Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana. Con la confianza de que: “Podemos decir que «estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios…No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce”. Paz y Bien
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela