1. Perder los miedos
Entre los siglos XII y XIV se vivieron grandes cambios: Europa comenzó a acercarse a Asia y descubrió allí grandes productos y riquezas que hasta entonces no conocían. Asia tenía mucho que ofrecer a Europa debido la gran pobreza del viejo continente, así que Oriente y Occidente se pusieron manos a la obra. El intercambio más estimado: las especias.
- Consulta la revista gratis durante la cuarentena: haz click aquí
- Toda la actualidad de la Iglesia sobre el coronavirus, al detalle
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Este preciado producto servía para condimentar alimentos y mantener algunos platos bien conservados, además de utilizarse en numerosas recetas médicas e incluso los perfumes más caros, tanto, que consiguió considerarse el oro de la época. Las complicaciones de la ruta desde Asia, ya fuese por tierra (había que atravesar desiertos, montañas) o por mar (enormes distancias, tifones, piratas, barcos no muy seguros) elevaban el precio de las especias, que pasaban además por muchas manos, que además en cada paso elevaban sus precios, antes de llegar a los consumidores europeos. Para hacerse una idea de la cotización de estos productos, puede decirse que en la Edad Media un pequeño saco de pimienta valía lo que el salario de un trabajador durante toda su vida. La pimienta se contaba grano a grano y llegó a utilizarse en ocasiones como moneda o forma de pago. Puede decirse que las especias son el oro de la época.
Y los europeos que no tenían especias, o las que tenían perdieron su sabor, perdieron el miedo, y salieron detrás de ese oro. Nosotros también perdimos como Iglesia el prestigio de otras épocas, se perdió el protagonismo de la Iglesia en la sociedad civil, perdimos vocaciones, perdimos debates, perdimos fuerzas, perdimos entusiasmo; y entonces, tenemos dos opciones: o nos quedamos llorando sobre la nostalgia de lo que alguna vez tuvimos, o perdemos también los miedos, y como Magallanes, nos arrojamos al mar, a la aventura de encontrarnos con Jesús en esta nueva época, en nuevos lugares, con nuevo lenguaje, con nuevo ardor misionero.
Nos dice el documento de Aparecida 362: “La Iglesia necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y en la tibieza…Esperamos un nuevo Pentecostés que nos libre de la fatiga, la desilusión, la acomodación al ambiente, una venida del Espíritu que renueve nuestra alegría y nuestra esperanza”.
2. Soñar grande
Todos los miedos se vencen si soñamos grande, si nos animamos a llenar nuestras mentes y corazones de sueños. De ideales, de utopías, de horizontes. Para muchos pueblos indígenas los sueños son como mapas para construir realidades, son fuerzas que impulsan y construyen, no son algo irreal, sino realidades futuras cercanas.
Los sueños constituyen un género literario especial, utilizados también en la Biblia, tanto los sueños nocturnos donde Dios se comunica al fiel, (como lo hizo con José, (Mateo 1, 18-25); como los sueños diurnos que manifiestan profundos deseos y expectativas (Joel 3, 1).
Francisco nos sorprende con una carta de amor a la Amazonía y un bello texto con cuatro sueños. Los cuatros sueños del Papa sobre la Amazonía son: a) el sueño social, b) el sueño cultural, c) el sueño ecológico y d) el sueño eclesial.
Los sueños de Francisco son más bien sueños diurnos, en vigilia, como los sueños de la tierra de promisión y los sueños evangélicos del Reino de Dios: dar vida en abundancia, liberar de toda esclavitud, cielo nuevo y tierra nueva.
Dice en la exhortación apostólica Querida Amazonía: Todo lo que la Iglesia ofrece debe encarnarse de modo original en cada lugar del mundo, de manera que la Esposa de Cristo adquiera multiformes rostros que manifiesten mejor la inagotable riqueza de la gracia. La predicación debe encarnarse, la espiritualidad debe encarnarse, las estructuras de la Iglesia deben encarnarse. Por ello me atrevo humildemente, en esta breve Exhortación, a expresar cuatro grandes sueños que la Amazonía me inspira.
Y luego:
Sueño con una Amazonía que luche por los derechos de los más pobres, de los pueblos originarios, de los últimos, donde su voz sea escuchada y su dignidad sea promovida.
Sueño con una Amazonía que preserve esa riqueza cultural que la destaca, donde brilla de modos tan diversos la belleza humana.
Sueño con una Amazonía que custodie celosamente la abrumadora hermosura natural que la engalana, la vida desbordante que llena sus ríos y sus selvas.
Sueño con comunidades cristianas capaces de entregarse y de encarnarse en la Amazonía, hasta el punto de regalar a la Iglesia nuevos rostros con rasgos amazónicos.
¿Con qué soñamos nosotros? ¿Cuáles son los sueños para nuestra Iglesia diocesana?
3. Dar vuelta el mundo, dar vuelta nuestro mundo
Magallanes pierde los miedos, sueña grande y se arriesga al mar, a lo desconocido. No se queda enredado en sí mismo, ni siquiera en los miedos de su cultura, de su país, de la Europa medieval que pujaba por entrar en una nueva época. No gira sobre sí mismo. Más adelante, durante el viaje, veremos también que no gira hacia atrás, no está dispuesto a volver; quiere dar la vuelta al mundo.
Nosotros también, estamos ante dos opciones: o nos quedamos dando vuelta sobre nosotros mismos, “mirándonos el ombligo”, adentro de los templos, peleando por la llave del salón, criticándonos, atados a rúbricas que nadie entiende, exigiendo a la gente que se acerca a la capilla trámites y más trámites para recibir un sacramento. O damos vuelta el mundo, hacemos la revolución de la ternura, salimos de nosotros mismos, y anunciamos al mundo con palabras y obras que Jesús nos ama, que está entre nosotros, que quiere que seamos felices.
Dar vuelta nuestra Iglesia; todos decimos que el Papa está cambiando la Iglesia; a todos nos impresionan las palabras y los gestos de Francisco, hagámoslos propios. Y a dar vuelta mi mente, mi corazón; a dar vuelta nuestra comunidad, dar vuelta nuestra Iglesia, dar vuelta la realidad. Vale la pena intentarlo; Magallanes y Elcano hicieron historia, encontraron la ruta de las especias, y así las comidas recuperaron los sabores.
A 500 años de aquella gesta, nosotros le pedimos al Señor Eucaristía que nuestra vida también recobre el sabor, las ganas, el entusiasmo, y la entreguemos en el servicio a los hermanos más pobres.