Tribuna

Amor que saca amor

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La oración es el primer servicio del amor. Si alguien gozó de una profunda cultura de la oración fue San Juan Pablo II. Su pontificado influyó profundamente en la vida de millones de personas. Estuvo marcado por su devoción mariana, su amor a los seres humanos, su preocupación por el tema social y por su inclinación radical en la práctica constante de la oración.



La oración fue para él, sin duda, el camino más claro para la construcción de una sólida vida interior, y una Iglesia no está viva, no está unida, no es más fuerte que cuando sus miembros tienen una vida interior, una vida espiritual, es decir, una vida enlazada con el Espíritu de Dios, una vida de oración.

La oración es la fuerza que sostiene a la Iglesia. Se mantiene viva y se fortifica por la oración. Recordando a Juan Pablo II, creyendo con vehemencia que su fuerza orienta mis pensamientos, van estas líneas que intentan explicar, una vez más, el sentido profundo de la oración y de cómo ella, que es amor, es capaz de sacar amor.

San Juan Pablo II

¿Qué sucede cuando oramos?

Cuando oramos, cuando logramos conectar con esa balsámica experiencia, podemos sentir el dinamismo de Dios que mana de su propia vida que no se cansa de dar. Dinamismo que dinamiza, que nos permite descubrirnos más abiertos al Señor y más decididamente comprometidos en nuestra fidelidad a ese Dios que es entrega gratuita y gratificante. Por esta razón, Juan Pablo II afirmó en Dives in Misericordia (1980) que en ningún momento y en ningún período histórico —especialmente en una época tan crítica como la nuestra— “la Iglesia puede olvidar la oración que es un grito a la misericordia de Dios ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan. Precisamente este es el fundamental derecho–deber de la Iglesia en Jesucristo: es el derecho deber de la Iglesia para con Dios y para con los hombres”.

La verdad de Dios desviste su brillo permanente con mayor intensidad durante la oración y ese brillo alumbra nuestra propia verdad, así como el sol brinda su luz a la luna para que ella brille. La verdad de Dios y la del hombre no pueden ser separadas. Separarlas ha sido el intento constante de la modernidad y esto ha significado la condena del hombre a la ignorancia y a la mentira sobre sí mismo, por ello le concedo razón a los sabios místicos que pensaron que la causa de Dios y la del hombre es la misma causa.

Amor que saca amor

Como decía Santa Teresa de Jesús: “amor saca amor”, ya que, el hombre se transforma por la poderosa experiencia de la oración en conciencia de “ser amado” y que se traduce de manera inevitable en amor despierto, activo y sacramental. Por ello, creía Juan Pablo II que la llamada a orar debe preceder a la llamada a la acción, pero esta última debe acompañar a la primera. La Iglesia encuentra en la oración la raíz de toda su acción social.

Este amor que va tejiéndose desde la experiencia orante es prueba y confirmación de Aquel, puesto que, amar —que es orar— comprometidamente es signo y garantía de que realmente me comprendo a partir de la experiencia inigualable de sentirme amado por Dios.

La oración, puerta para la comunión entre el amor de Dios y el amor de los hombres, nos lleva a preguntarnos con Catalina de Siena: “¿Qué me importaría a mí tener vida eterna, si tu pueblo tiene la muerte? Ten misericordia de tus criaturas. Nosotros somos imagen tuya. ¿Cuál fue la causa de ello? El amor”. También San Juan de la Cruz nos lo refiere cuando dice que “en la comunicación de la dulzura del amor […] en el ejercicio de amar efectiva y actualmente, ahora con la voluntad en acto de afición, ahora exteriormente haciendo obras pertenecientes al servicio del Amado”. Por ello, dirá Juan Pablo II, hemos de tener presente que en la oración somos, con Jesús, embajadores del mundo ante el Padre. Toda la humanidad necesita encontrar en nuestra oración su propia voz. Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela