Anastasio huía del halago como de los vendedores pastorales de humo. Sabía detectarlos de lejos. A un golpe de vista. No se la colaban, no. Quizá por eso, una hagiografía de su persona le habría provocado urticaria. Lo consideraría, cuanto menos, una pérdida de tiempo. Práctico y proactivo. Directo. Con ese carácter propio del inconformista, del que ejerce un liderazgo implicado, ese que da autoridad, no desde la mesa del despacho, sino desde la entrega sin horario ni fecha en el calendario. También sin pelos en la lengua. Para decir lo que pensaba. Siempre en el foro adecuado, nunca fuera de lugar. Llamando a las cosas por su nombre. Pero con la suficiente humildad para reconocer el error.
Que no a todo se le puede llamar misión devaluando el poder de la palabra, que hay quien mira de reojo el “ad gentes” o que algunas diócesis creyeran que la Delegación de Misiones solo existía durante una semana en octubre como si de una mesa petitoria se tratara. Le hervía la sangre.
Había aprendido a amar la misión. O mejor, los misioneros le enseñaron a amar la misión desde que desembarcó en la Comisión Episcopal de Misiones de la mano de Francisco Pérez, a finales de los 90. Los sacerdotes y religiosos de las periferias físicas le empaparían de su vocación hasta colárselo en el ADN sacerdotal. Y él se mimetizó, siendo oídos de sus demandas y portavoz ejecutor de sus denuncias.
Un gestor impecable e implacable
Se le llamó por sus cualidades como gestor impecable e implacable en tiempos donde las cuentas no estaban como debían. Y logró cuadrar hasta el último céntimo de euro que pasaba por el cepillo del Domund y de las demás campañas que continúan haciendo de España el país más solidario del planeta. Y de OMP, una institucional eclesial abanderada en transparencia económica. Pero no se quedó ahí.
Allá que se tomó en serio aquello de los signos de los tiempos, y reformó la casa para convertirla en pionera de la sensibilización, formación y animación. Que se lo digan a los chavales de los colegios y las parroquias que se beben los vídeos de la Infancia Misionera sin rechistar. O los nuevos lectores de la renovada ‘Gesto’. O quienes buscan materiales y una puesta a punto para materializar un proyecto de voluntariado misionero de jóvenes.
Se va, al menos, con una espina: la de lograr la reforma de la Ley del Voluntariado para que los misioneros laicos que retornan tengan derecho al desempleo o que los religiosos no tengan que permanecer al menos dos años en España para poder empezar a recibir asistencia sanitaria. El mejor homenaje -plegarias no le van a faltar- que a Anastasio no le sonara a regalo para los oídos sería culminar esta batalla incansable de despachos de ministros varios y que OMP no pierda el tren de esta Iglesia en salida en estado permanente de misión como sueña el Papa Francisco, aunque los misioneros españoles peinen canas y la sociedad parezca embobada con la filantropía de nuevo cuño.
De ahí el plan cuatrienal que deja como herencia para, entre otras cosas, lograr que la Infancia Misionera no se quede solo en una jornada dominical a finales de enero, sino que se integre en un verdadero proyecto integral que contagie a los niños la pasión por entregarse a los que siendo como ellos, no tienen las mismas oportunidades de vivir dignamente y conocer a Jesús, solo porque viven en una latitud diferente.
Siempre pensé que Anastasio se toparía con una mitra por méritos. O que alguien en Roma le tendría echado el ojo para Propaganda Fide o sus aledaños. Pero se va sin ello. Como sin entrada en la Wikipedia, con la humildad de los imprescindibles que no buscan tener un casillero propio.
Este último año ha sido para él año de peregrinaje agrio. Sin ocultar el dolor ni las cicatrices de la enfermedad. Pero, menos aún, recreándose en ella. Con las fuerzas achicadas, pero la misma dignidad con la que cada día se levantan los 13.000 hombres y mujeres que anuncian el Evangelio en los lugares más recónditos del planeta. Y que le han sostenido con su oración y entrega. Porque Anastasio ha sido y es algo más que su embajador. Se hizo uno de ellos. Siempre misionero.