Cuando más se oyen voces de malos augurios, de calamidades y de la crisis que vive la sociedad en general y, por cierto, la del COVID 19, que no termina y aún nos tiene a mal traer, el llamado del papa Francisco a declarar el “Año Santo, 2025” es un desafío para vislumbrar la posibilidad de mirar a nuestro alrededor y valorizar también las cosas buenas que acontecen en la Iglesia.
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Fue en la inauguración del Concilio Vaticano II, cuando el papa Juan XXIII aludía a los presagios de su época y especialmente a aquellos “profetas de las calamidades”, (11.10.1962), pues alentaba a una Iglesia que, junto con aggiornarse, debía ser capaz de leer los signos de los tiempos y de los cambios que había de realizar no a nivel de la doctrina sino en el ámbito pastoral, el culto y el adoctrinamiento más cercano y comprensible para los fieles.
Porque, profetas de malos augurios y de catástrofes ha habido siempre y en ese sentido, este s. XXI con mayor razón. Para muestra un botón, se ha conocido un reportaje en, The Wall Street Journal, que se refiere a la situación de la Iglesia Católica en Latinoamérica y el nivel de apostasía en que se encuentra. Se argumenta que mientras hay un grupo que va directamente a la increencia, el restante va hacia las sectas. El reportaje enciende las alarmas y establece que la Iglesia Católica en Brasil pasará a ser menos del 50%. El éxodo masivo de fieles, arguyen que en las sectas hablan más de Dios y no de otras cosas.
Encarnar el testimonio cristiano
Ante tales datos, hay motivos para ser calificados como “profetas de las calamidades” y no como “profetas de la esperanza”. Es cierto que hay cosas que van mal en nuestra Iglesia y hay que decirlas. Pero también hay otras que van bien y que poco se difunden. En ese sentido, algunos medios de comunicación se silencian porque no les interesa. Esas noticias no venden o bien, hay algunos que se empecinan por mostrar su rostro más pecaminoso. Es sabido que las actividades, asistencias sociales y campañas de solidaridad de la Iglesia son innumerables. Así como también medios de comunicación y de prensa, publicaciones periódicas y medios impresos que informan del quehacer y vida de la Iglesia y del mucho bien que realiza. Además, son muchos los sacerdotes, religiosos, religiosas y personas que, en el anonimato, por amor a Cristo, se juegan la vida, día a día, para hacer algo por el prójimo. Pero claro eso no vende y no es “noticia”.
Porque en honor a los “peregrinos de esperanza”, hay muchas familias que siguen apostando por creer que es mejor vivir en la fe de Cristo que sin ella. Catequistas que adoctrinan no para aglutinar salvarse a sí mismos, sino para que lo conocido sea Dios y tenga continuidad para otras generaciones. Padres que inculcan a sus hijos la idea sabía de “que es posible ser feliz en familia y no ser feliz sin ella”. Profesores y maestros que apuestan por su “vocación” no para encontrarse consigo mismo, sino para promocionar y velar por la cultura, el arte y la propia ciencia.
Los profetas del Antiguo Testamento como Jeremías o Ezequiel, si bien pregonaban cosas terribles también eran “hombres de esperanza”, pues siempre anunciaron que venía un futuro mejor y dieron razones de esa esperanza. Pero lo que no decían era que la Palabra de Dios debía adaptarse a la sociedad. Por tanto, si queremos ser “peregrinos de esperanza” hay que anunciar que Dios existe, que ama y que hay vida eterna. Tanto en los tiempos de Jesús como hoy, encarnar el testimonio cristiano no ha sido tarea fácil. Quienes levantaron la bandera de la evangelización tuvieron que luchar con las penas, las calamidades, los conflictos de una época como también con los propios fantasmas de la vida personal. En este sentido, el testimonio de los Apóstoles, los mártires y el de los santos son una prueba más que evidente para la Iglesia y el mundo. Estos siempre se las arreglaron para vivir en la libertad, la fidelidad y la esperanza de los hijos de Dios. Sin duda, que, en algún momento, sus vidas divagaron por los hábitos de la presunción o por el de la desesperación, pero no por eso claudicaron en su afán de anunciar a Jesús y de creer en el inmenso poder de su amor.
Peregrinar por la esperanza
Es cierto que, mirando a nuestro alrededor, los signos de esperanza parecen diluirse por completo, porque queda la sensación de que el “mal” gana y el “bien” pierde. Es decir, se termina por creer que da lo mismo ser coherente, consecuente, bueno, honesto y generoso. Sobre todo, cuando, en la vereda del frente, el mentiroso, el poderoso, el deshonesto, el pendenciero e inescrupuloso obtiene mayores réditos y aparenta bienestar o éxito. Entonces se produce en nuestro interior un desánimo que termina en desesperación, y decimos: “¿De qué me sirve ser “bueno” si me va mal e incluso si soy rechazado? ¿Vale la pena gastar la vida cuando los que consiguen todo a fuerza de la trampa, amiguismos y conveniencias, hipotecan su libertad por un poco de poder y buena fama?. Al respecto, podemos pensar como Job y hacernos la pregunta ¿Es Dios realmente mi amigo? Es decir, Job nos pone en la encrucijada de siempre: “el sufrimiento del inocente”. Esta realidad la vivimos, en algún momento, todos y nadie escapa a la duda y confusión que conlleva. Quizá nos pase como a Job que no entendió el porqué del sufrimiento, pero sabe que no está solo y eso le da fuerza para sobrellevar aquello que no se entiende porqué pasa y se convierte en “misterio”.
Sin embargo, esta es la hora en que respondemos a Dios, pero no a base de cálculos o racionalismos, sino desde nuestra propia confianza en Cristo y el Año Santo 2025 declarado es una instancia de “peregrinar por la esperanza”. Esta es la hora en que recurrimos a la vivencia concreta de la esperanza y realizamos el camino del éxodo. Palabras como confianza, constancia, fe, paciencia, parusía, perseverancia y testimonio son verdaderos estandartes que nos ponen de cara a: un caminar juntos, un ser consciente de la esperanza de cielo y de que no estamos solos: “Dios está con nosotros hasta el final de los tiempos”, (Mt 28, 20). Esta es la esperanza a la cual hemos sido llamados y que nos invita a buscar el reino incluso cuando sentimos perderlo, (Cfr. 17, 21).