El 8 de diciembre de 1965, Pablo VI (próximamente santo) clausuraba el Concilio Vaticano II. En su alocución final declaraba con la autoridad apostólica: “Mandamos y también ordenamos que todo cuanto ha sido establecido sinodalmente sea religiosamente observado por todos los fieles para gloria de Dios, para el decoro de la Iglesia y para la tranquilidad y paz de todos los hombres” (‘Breve In Spiritu Sancto’).
Un mes antes, el 28 de octubre, se promulgaba, como fruto maduro, el decreto ‘Perfectae caritatis’ con un subtítulo que era todo un programa: ‘De accomodata renovatione vitae religiosae’. El decreto abría una etapa nueva, creativa, vigorosa, rica en experiencias, respondiendo a grandes expectativas y suscitando importantes esperanzas. En síntesis, los padres conciliares ponían a los religiosos dos deberes: renovación y adaptación. En coherencia con las palabras del papa Montini, llegaba la hora de llevar adelante aquello que había sido establecido por la Iglesia.
Por aquellas fechas, un joven sacerdote claretiano, recién ordenado, vivía con pasión desde Salamanca los avatares conciliares. A pesar de su juventud, se encontraba como responsable de la formación del centro superior de filosofía y teología de los misioneros libaneses (maronitas) en España. Aquello se convirtió en una verdadera escuela de inculturación (nueva lengua, cultura y rito) que luego tantos frutos daría en su servicio universal. Las nuevas perspectivas teológicas se abrían como caminos inexplorados que hacía falta habitar y recorrer. El documento conciliar, además de orientaciones para la renovación, ofrecía también una valiosa hoja de ruta apoyada en la eclesiología de la ‘Lumen Gentium’ que era necesario desplegar.
El camino recorido
Siguiendo el mandato conciliar, se hacía necesario dotar de un estatuto teológico bien fundamentado a aquella vida religiosa que anteriormente se había apoyado principalmente en el derecho canónico y la moral. Dicho y hecho. En 1971, bajo la estela del impulso conciliar, aquel joven sacerdote pasó a dirigir la revista ‘Vida Religiosa’, colaborando en el nacimiento del Instituto Teológico de Vida Religiosa de Madrid y de la editorial Publicaciones Claretianas. Al mismo tiempo, puso en marcha las Semanas Nacionales para Institutos de Vida Consagrada, que este año 2018 han alcanzado su 47ª edición.
Sobre este camino posconciliar de la vida consagrada algunos han hablado de evolución; otros, de involución; y otros, por fin, de revolución. El camino no lo han recorrido todos los consagrados por igual. Unos quedaron expectantes, otros sufrieron nostalgia y otros padecieron un cierto fundamentalismo. Quizás algunos se lanzaron por caminos intransitables, pero la inmensa mayoría, con ritmos distintos, siguieron las orientaciones conciliares intentando alcanzar una vida nueva, un modo más ajustado a las necesidades y urgencias de los hombres. Algunos pensaron que era un “viento de tormenta”, pero, en realidad, aquel sacerdote, ahora ya con cierta madurez, ha sabido leerlo como un auténtico “relato del Espíritu”, como lo ha dejado plasmado en alguna obra suya. Se podría decir que se ha vivido como un auténtico “viento de Pentecostés”.
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