Una vez recibí una invitación para asistir a un famoso festival de perfumes. Al principio pensé que la persona que me había contactado estaba equivocada: aunque me gustan mucho los perfumes, especialmente los florales y los cítricos, no soy una experta. Intenté disuadirla, explicándole que yo era biblista, que obviamente me dedicaba a la Biblia y que a nivel técnico no sabía nada de perfumes. “Sí, sí, lo sé –respondió enseguida–, usted ha escrito un libro titulado ‘El perfume del Evangelio’ y por eso le llamé: es justo este aspecto lo que nos interesa”.
Acepté esa invitación inusual y preparé un informe sobre perfumes, aromas y fragancias en la Biblia, ilustrando el tema con textos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Aunque parezca extraño, las páginas bíblicas están impregnadas de perfumes, bálsamos y aceites aromáticos, la mayoría de ellos exóticos y muy preciosos, que los poetas utilizan como metáforas para expresar lo inexpresable, para revelar el misterio, para acercarse a lo divino. A menudo los perfumes denotan, o quizás sería mejor decir sugieren, sentimientos sublimes como el amor o la gratitud.
En el jardín encantado del Cantar de los Cantares, la amada está en un campo de lirios y su amado le hace un ramo de ellos. Es un jardín donde él camina, inhalando aromas de enebro y canela, aromas de nardo y aloe, esencias de mirra e incienso. Los perfumes no son sustancias externas a la persona, sino una expresión de su personalidad, un reflejo de su deseo y de su amor. Son una proyección de la persona que se abre al otro, en busca de un gesto, de una mirada, una caricia, una señal.
Los perfumes son poderosas herramientas de comunicación, capaces de inundar una casa con su fragancia. Así lo narra el autor del cuarto evangelio en el episodio conocido como la unción de Betania (cf. Juan 12,1-8). Para asombro de los presentes, María, la hermana de Marta y Lázaro, roció los pies de Jesús con una libra de olor a nardo auténtico. La casa estaba llena de esta fragancia dada la cantidad y el tipo de perfume vertido. Judas se escandaliza ante tal derroche y Jesús defiende el gesto de la mujer interpretándolo a la luz del Misterio Pascual, lo entiende como un anuncio de su muerte, sepultura y resurrección.
Del texto se deduce que María roció tanto perfume sobre los pies del maestro, que tuvo que secarlos con su cabello. Su cabello capta el aroma de los pies de Jesús y se siente envuelta en su fragancia. En ese momento, el olor de Jesús es también el olor de María. El aroma compartido del nardo se extiende por toda la casa llenando de su aroma los rincones más recónditos. En esta escena Marcos y Mateo descubren la fuerza expansiva del Evangelio que, como el olor de nardo, se extiende por todo el mundo.
Y, si hablamos de perfumes bíblicos, debemos mencionar el gesto hecho por la pecadora en la casa de Simón el fariseo, en un episodio del Evangelio de Lucas (cf. 8, 36-50). También es una mujer la que unge con un perfume. Jesús es el ungido y el gesto de la mujer desconcierta a los invitados, especialmente al propietario de la casa. Aunque no es el gesto de la pecadora lo que escandaliza a Simón el fariseo, sino la actitud de Jesús, que acepta sus besos y caricias sin reservas.
No sabemos nada de la mujer del perfume, ni siquiera su nombre, pero entendemos que sufrió mucho y que en una ocasión Jesús le tendió la mano. Cuando se entera de que Jesús está en la ciudad, no duda en acudir a él para expresarle su reconocimiento. En lugar de palabras, usa gestos. Gestos gratuitos, desbordantes de ternura, algo inconcebible en su cultura pero que le permiten comunicarse con el maestro en silencio, a través de sus besos, lágrimas y caricias. La unción de la mujer expresa gratitud. Sus manos se deslizan con gestos lentos y cadenciosos por los pies de Jesús, como si tratara de salir de su cuerpo para explorar el que está acariciando. Sus manos, impregnadas de perfume como las de la amada en el Cantar de los Cantares, tocan suave y delicadamente los pies de Jesús. Como en la escena de Betania, la fragancia envuelve al discípulo y al maestro. El olor de la mujer es también el olor de Jesús.
Hablamos del perfume en relación con mujeres de carne y hueso, pero en la conclusión hay una sorpresa. Es un texto muy bello que está en un libro sapiencial conocido como Ben Sira, el Sirácides o Eclesiástico. En el capítulo veinticuatro, oímos la Sabiduría personificada que habla de sí misma y de la misión que el Señor le ha confiado. Y lo hace de manera evocadora que recuerda el paraíso terrenal del Génesis, el exuberante jardín del Edén. Árboles, plantas, flores, frutos y perfumes describen su trayectoria y expansión en Israel. Cito sólo el versículo 15: “Yo exhalé perfume como el cinamomo, como el aspálato fragante y la mirra selecta, como el gálbano, la uña aromática y la estacte, y como el humo del incienso en la Morada”.
Así expresa la mujer la Sabiduría. Ella es un perfume que emana fragancia y buen olor, un perfume con fuertes connotaciones cultuales, ya que los ingredientes mencionados se utilizan para preparar el aceite de la unción y el incienso litúrgico. Su propósito es perfumar con aromas la tierra de la Convención y el arca del Testimonio, lugar de la presencia divina, como leemos en el Éxodo (cf. 30, 23-24). ¿Quién podría dudar de la función litúrgica de la mujer de la Sabiduría? Como dije, no soy una experta, pero mi pasión por los perfumes, especialmente los bíblicos, aumenta con el paso de los años.