El Concilio Vaticano I concluyó con una impresionante tempestad. El Vaticano II ha tenido como prólogo un, al parecer, inacabable aguacero. Toda la tarde de ayer –después de unos deliciosos días otoñales– el cielo de Roma se vio oscurecido por una lluvia cerrada y espesa. Como si la Providencia tratase de encadenar este Concilio con el precedente.
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-Si sigue así, mañana la lluvia deslucirá el cortejo de la plaza- comenta alguien.
-¡Bah!- responden a mi lado-; esto lo arregla Juan XXIII con rezar diez minutos.
Yo no sé si el Papa rezaría o no por este asunto. Lo cierto es que esta mañana, al abrir mi ventana, a las siete, el suelo estaba aún húmedo, de lluvia reciente; pero ya en el cielo un sol tibio luchaba con la blanda neblina mañanera.
Media hora después todas las calles adyacentes a San Pedro vomitaban caravanas de peregrinos. Y, entre ellos, andando, en coche, con blancos roquetes, con rojos capisayos, con simples sotanas y los ornamentos bajo el brazo, obispos, cardenales, patriarcas, mujerucas, chiquillos, embajadores, se encaminaban hacia la basílica. Ante mí se cruzan las sandalias de unas Hermanitas de Foucauld y la resplandeciente púrpura del cardenal Quiroga, un chavea arrastrado por su madre y una vieja periodista americana, a la que empujan en un carrito de ruedas. Hay en todos los ojos una centelleante alegría, en la que se mezclan el gozo de asistir a un inolvidable acontecimiento sobrenatural con la prisa de conseguir un buen puesto en la basílica.
Cuando nuestros carnets de Prensa nos abren paso hacia el interior, quienes deberán quedarse en la plaza nos miran con envidia. Falta una hora para la ceremonia y hay ante la basílica unas cien mil personas.
El interior de San Pedro era un prodigio de luz y de color. ¿Excesivo? Sí, un poco excesivo; pero no íbamos sólo a celebrar una liturgia, sino también una fiesta. Un algo de decorado teatral le iba casi bien.
En el Aula Conciliar algunos monseñores revisaban los últimos detalles. Los miembros de las 85 misiones iban llegando con sus bandas nacionales, con sus entorchados levemente fuera de sitio. Y, ante la tribuna de las embajadas, los 28 observadores, en los que se posan todos los ojos en este momento. ¿Qué pensarán estos hombres ahora? ¿Qué sentirán ante este prodigioso espectáculo de unidad? ¿Sabrán adivinar, tras el esplendor de los cortinajes, la sencillez del Pescador, la de todos los verdaderos católicos?
La llegada del Papa
A través de un pequeño transistor intentamos seguir la ceremonia que está celebrándose en estos momentos, en la Capilla Sixtina. Apenas lo conseguimos. La basílica está materialmente cubierta de cables eléctricos y telefónicos que convierten en ruido las emisiones de Radio Vaticana. Logramos al fin oir el “Ave Maris Stella”, con el que comienza la ceremonia. Son las ocho y treinta y cinco. Bajo la invocación de María, la esposa del carpintero, comienza la más solemne aventura del siglo. Buena estrella del mar va a conducirnos.
Un río de mitras blancas ha comenzado a entrar en la basílica. Una procesión de un kilómetro de largo, semejante a un desfile de balandros en el mar. Vistas desde la cúpula nos darían, después, una impresión de antorchas oscilantes.
Y al fin -son las nueve y media- el Papa llega en la silla gestatoria. Todos lo hemos visto: entró llorando. Sus hermosos ojos alegres brillaban hoy más que nunca entre las lágrimas de la felicidad.
Toda la basílica se puso entonces en pie. Un cardenal pidió los prismáticos a su secretario y los dirigió hacia la figura del Papa. A cuatro de los observadores les pudo la curiosidad, abandonaron su sitio y se precipitaron materialmente hacia el centro para ver la llegada del Papa. Y los inflexibles guardias suizos, quizá por primera vez, rompieron la ceremonia dejándoles pasar. Los obispos dudaban si aplaudir al pasar el Papa ante ellos; alguno lo hacía como con miedo a faltar el respeto a la mitra que tenía entre las manos. Los prelados se miraban un poco indecisos unos a otros, como sin saber qué hacer. “A la hora de la verdad, en esto de los Concilios somos todos novatos”, me decía ayer uno. Cientos de fotógrafos improvisados disparaban sus máquinas. Y los profesionales, con sus teleobjetivos, largos como cañones, apuntaban sin cesar hacia todos lados como si de un momento a otro se les fuera a terminar el Concilio.
Luego volvió la calma a la basílica y comenzó la más solemne misa que recuerde la Historia. Sólo la presencia personal de Jesús hizo más soberanamente importante la del primer Jueves Santo. ¿O quizá era simplemente la misma ceremonia que se prolongaba veinte siglos después? Sí, esto era lo más hermoso que allí estaba sucediendo. No el esplendor, no el número, ni las luces, ni los colores. Uno sentía que lo importante de la ceremonia a la que estaba asistiendo era el calor que nos unía a todos, los unos a los otros, los vivos con los muertos, subiendo a lo largo de la historia de los veinte Concilios hasta llegar al día en que Jesús envió a sus apóstoles a predicar.
Uno sentía allí, viva como nunca, la alegría de ser hijo de la Iglesia. Y veía a esta Madre, más hermosa que nunca, adornada, no con oro, ni colgaduras, ni tapices, sino con las cuatro joyas únicas de su unidad, de su santidad, de su catolicidad, de su empalme directo con los apóstoles.
La procesión de los obispos, el rezo unánime del Credo cantaban la unidad de la Iglesia; todos hermanados en una misma fe, en una inalterable devoción hacia el Romano Pontífice, hacia el anciano que, bajo el baldaquino, reía entre lágrimas. ¿Qué pensarían, al contemplar esto, los 28 observadores? ¿No cruzaría por su corazón la más viva nostalgia de la unidad perdida? ¿Qué sintieron en el momento en que Juan XXIII se detuvo ante ellos e, inclinándose, les saludó con los brazos abiertos, con el corazón mucho más abierto que los brazos?
Todos allí
Allí estaba la Iglesia santa. A lo largo de la misa observé tenaz, curiosa, inquisitorialmente casi, los rostros de los obispos. Eran hombres que sabían orar, os lo aseguro. Pero oraban sin tensión, sin posturas falsamente ascéticas, naturales, humildes. Una santidad feliz, tanto que, cuando durante el rezo de las letanías los nombres de los santos recorrieron la basílica, subieron a lo largo de los muros, lamiendo las estatuas de los santos fundadores, uno no sentía división entre la Iglesia militante que nosotros formamos y la Iglesia triunfante que ellos constituyen. Eran ambas dos Iglesias triunfantes, una, que ya descansa en el triunfo definitivo, y otra que, día a día, construye el humilde triunfo de Dios sobre la tierra.
Allí estaba también la Iglesia católica, la que no distingue de razas, de naciones, de colores, de pueblos, de edades, de modos de ser ni de pensar. Durante el desfile íbamos reconociendo a las figuras más egregias o conocidas del Episcopado: “Aquel es el obispo de Hiroshima”. “Aquel es el de Argel.” “Aquél, el de Nueva Orleans, que hace poco condenó a los racistas.” “Aquel es monseñor Mendoza, el obispo peruano, benjamín del Concilio con sus treinta y cuatro años,” “Aquél, monseñor Carinci, que el 9 de noviembre cumplirá los cien años.” Allí estaban todos, jóvenes muchos, nacidos más de la mitad en nuestro siglo, con una larga ancianidad los otros; con muchos años de episcopado bastantes, dos nombrados hace tan sólo cuatro días. Todos allí: los cercanos obispos de la Curia romana, y el lejanísimo de Nueva Zelanda que recorrió miles de kilómetros con el cuerpo, pero que no precisó traer su corazón, que siempre estuvo junto al de Pedro.
Allí estaba la Iglesia apostólica. En el lugar de honor de la basílica, la estatua de bronce del apóstol-piedra, coronada con la triple corona y el anillo del Pescador enfilado en el dedo. Allí su pie, gastado por el beso de los católicos desde hace ocho siglos, unidos, empalmados todos a los viejos apóstoles, a los doce pescadores que un día abandonaron las redes y comenzaron la locura de predicar las bienaventuranzas por el mundo y que han tenido desde entonces millones y millones de hijos locos en la fe. Allí las tumbas de los Papas contemplarían con gozo esta Iglesia por la que ellos lucharon, más esplendorosa, más crecida que nunca, en la figura de los 2.488 prelados que asistieron a la apertura esta mañana.
Sí, uno sentía, como nunca ha sentido, la alegría de ser católico, la felicidad, jamás merecida, de haber sido llamado a esta casa de todos que es Roma.
Roma, casa de todos
Y en verdad que nunca ha sido Roma tan casa de todos como hoy, a las once y cinco de la mañana, mientras los cardenales, obispos, abades y patriarcas prestaban la obediencia a Juan XXIII. ¿Pero acaso era aquello una ceremonia de “obediencia”? El Papa los abrazaba a todos, les daba palmaditas en el hombro, les hablaba uno a uno, les contaba quién sabe qué cosas divertidas, veíamos brillar los blancos dientes de monseñor Rugamwa entre la risa, y las lágrimas resbalando por las mejillas del cardenal Wyszynski, lágrimas alegres, como las que disimuladamente se secó por segunda vez el Papa. ¿Y esto es la “obediencia” entre los católicos? ¿No hay ninguna solemnísima, seria, adusta inclinación? No, nada de eso, hasta el beso a los pies se hacía gesto casero, graciosamente filial ante la humanidad impresionante del hombre que Dios ha puesto al frente de su Iglesia.
Comenzaron después las letanías. Durante ellas dí una vuelta por las naves laterales de la basílica. En uno de los rincones había un gentilhombre que parecía una estampa arrancada del siglo XVI, con su vestido barroco, con su gorguera blanca. No se creía visto por nadie. Rezaba. Allí, lejos de la solemnidad, del colorido de la nave central, en una pequeña capilla arrinconada, un cristiano rezaba simplemente. En él sentí representados a los miles y millones de cristianos que habrán vivido esta mañana “su” concilio desde “su” rincón. Las monjas de clausura, los misioneros que en Africa sueñan aún con conocer la televisión, el labrador que esta mañana ha tenido que salir a arar los campos.
He salido después a la plaza. Son ya más de las doce y hay aún unas 50.000 personas que esperan la salida de los Padres. El cielo está abierto, clarísimo, en uno de estos días otoñales que justamente han hecho famosos los octubres romanos cuando el sol es alegre y todas las cosas toman “un color de hoja seca”.
La Oficina de Prensa está llena de periodistas que no han podido entrar en la basílica y siguen por televisión la ceremonia. Muchos de ellos -los que escriben para periódicos de la tarde- la ven ante la máquina de escribir, redactando sus crónicas al mismo ritmo que los acontecimientos se producen. Al fondo suenan los telex, comunicando ya con todas las redacciones del mundo. Hay un periodista a quien oigo redactando su crónica para Ginebra por teléfono. Otros hojean el discurso del Papa, que acaban de entregarles ya traducido, antes incluso de que el Papa lo pronuncie, con el compromiso de honor de no transmitirlo a sus periódicos hasta que no haya sido pronunciado.
Un concilio, necesario
Con el discurso en una mano y un pequeño transistor en la otra, me alejo de la basílica y me interno en las calles de Roma. El centro de la ciudad sigue su vida cotidiana. Los comercios abiertos, la gente sentada a las puertas de los bares. “Los romanos -dicen- ya lo han visto todo.” Y son muchos los hijos de la Iglesia que aún no han descubierto lo que está sucediendo. Oigo las palabras del Papa sobre este trasfondo de autobuses, de hombres precipitados que van a sus negocios, pasando ante un bar desde el que atruena la última canción de moda. Y pienso que nunca he comprendido mejor la necesidad de este Concilio. Una inyección de fe es necesaria. Sonrío al ver a una viejecilla que vende lotería en un rincón y que está escuchando, como yo, el discurso desde su transistor. “¿Usted no va a San Pedro, reverendo? -me pregunta- Yo -añade- ya hubiera querido ir, pero… hay que ganar para comer.”
Vuelvo a encaminarme hacia San Pedro, ahora más feliz. Quizá muchos de los que están lejos tienen el corazón más cerca de lo que pensamos. Y el discurso del Papa me va calando dentro. Estoy casi pálido de alegría de las cosas maravillosos que oigo. Sí, esto habrá que releerlo despacio, minuciosamente. Porque no es un discurso de cumplido, es todo el programa para un mundo distinto, un siglo en el que el mundo y la Iglesia no volverán a ser enemigos. Habrá que releerlo, reestudiarlo, saborearlo, sí.
Y heme aquí ya de nuevo en la basílica, justo a tiempo de recibir la última bendición del Papa. Es la una y veinte de mediodía. El Papa, traza sobre el mundo su bendición, y luego sus manos hacen un gesto curiosísimo: las echa hacia adelante, como si tratase de empujar su bendición para que llegara más lejos.
Después se aleja sobre la silla gestatoria, bendiciendo aún más, íntegramente feliz, con los ojos luminosos, sin lágrimas ahora.
Ya ha empezado
El Concilio ha empezado. Releo ahora la preciosa oración que San Isidoro de Sevilla escribió para los Concilios de Toledo y que esta mañana ha rezado el Papa como apertura de este Vaticano II: “Hénos aquí, Señor, Espíritu de Santidad, cargados bajo el peso del pecado, pero reunidos en vuestro nombre. Venid y quedaos entre nosotros. Purificad nuestros corazones; inspirad nuestros actos y nuestra conducta; mostradnos lo que debemos hacer para, con vuestra ayuda, hacer en todo lo que vos queráis. No permitáis que faltemos a la justicia, vos que sois la misma equidad. Que la ignorancia no nos haga errar, ni la simpatía nos desvíe. Que ni el interés ni el favoritismo nos conduzcan al mal. Atanos con la eficacia de tu Gracia para que en nada nos apartemos de la verdad”.
Dios no podrá menos de escuchar esta humilde oración que toda la Iglesia ha levantado a El hace unas horas. Su Evangelio, como único guía, ha sido el centro de esta asamblea, colocado en un hermoso trono, más solemne, más central que el del mismo Pontífice. Porque el Evangelio dará al mundo la luz que el mundo necesita ahora que la Iglesia se dispone a mirarse en él como en un espejo. “Se dice que el mundo envejece -decía hace unas fechas el Papa-. No es verdad en absoluto, no envejece. Cristo lo rejuvenece todos las mañanas.”
Así es como un once de octubre de 1962, en medio del otoño, para la Iglesia nació una nueva e inesperada primavera. El sol que brilla en las alturas en el momento de escribir estas líneas, el hermoso cielo romano que ha recogido por vez primera bajo su cúpula a 2.500 obispos de todo el mundo, son testigos: la primavera ha venido. La nave del Concilio ha comenzado a bogar.
* Tomado del libro ‘Un periodista en el Concilio’ (PPC, 1963), a partir de las crónicas de la revista Vida Nueva.