GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“Un lector me escribe con una provocación simpática: ‘Usted, que tanto se apasiona por las razones de los que somos ateos, ponga las cartas sobre la mesa e intente hacer una lista con los nombres de algunos ateos verdaderos…'”.
Un lector me escribe con una provocación simpática: “Usted, que tanto se apasiona por las razones de los que somos ateos, ponga las cartas sobre la mesa e intente hacer una lista con los nombres de algunos ateos verdaderos, y no ‘demasiado poco ateos’, como ha clasificado a algunos representantes del ‘ateísmo popular de la mofa irreligiosa’, utilizando siempre expresiones utilizadas por usted”.
Intentaré responder a esta petición tan concreta descartando figuras contemporáneas, que también las hay, y refugiándome en una suerte de panteón del ateísmo “clásico” (¡el término “panteón” es en este caso un poco paradójico!).
Inicio esta ejemplificación, ciertamente no sistemática, con la “imponente” figura de Albert Camus. Confieso que no he salido indemne cada vez que he tenido en las manos uno de sus escritos, a partir de La peste, llena de garras “ateólogas”.
Cada uno de sus textos es emblemático: haciendo un ejemplo menor, se puede intentar descubrir a un Dios desconcertante encriptado bajo el viejo camarero sordomudo de El malentendido. O también intentar entender lo que significa el interrogante de Camus: “¿Cómo es posible ser santos sin Dios? Este es uno de los interrogantes más importantes de la existencia”.
Elijamos al azar otro nombre. El año pasado se cumplió el centenario del nacimiento de Emile Cioran, autor franco-rumano un poco tremendo que, en su carné de identidad ideal, había anotado: “Raza atea”. Pero que también confesaba lo siguiente: “Siempre he merodeado alrededor de Dios como un delator: incapaz de invocarlo, lo he espiado… El campo visual de corazón es: el mundo, más Dios, más la Nada. Es decir, todo”.
Y a los teólogos nos había dirigido este autor un latigazo como el que sigue: “Cuando se escucha a Bach, se ve nacer a Dios. Después de un oratorio, de una cantata, de una Pasión, Dios debe existir. ¡Y pensar que tantos teólogos y filósofos han desperdiciado noches y días buscando pruebas de la existencia de Dios, olvidando la única que hay!”.
Para los ateos auténticos, la cuestión de Dios
es seria: con ella no se puede bromear
con el sarcasmo que se reserva a
las tesis de los cerebros débiles.
¿Y algún personaje italiano que sea un ateo verdadero? La elección es difícil. Casi al azar propongo al poeta Giorgio Caproni, que estaba convencido de que “la muerte es un tránsito. Claro: de la sangre a la piedra”, pero que había acuñado en la recopilación Muro de la tierra esta oración del ateo: “Ay, Dios mío. Dios mío. / ¿Por qué no existes? Dios omnipotente, intenta / (esfuérzate) a fuerza de insistir / al menos existir”.
También me ha interesado siempre Ennio Flaiano, agnóstico de excelente catadura, que en un texto con filigranas autobiográficas hacía que Jesús se encontrase con el padre de una muchacha minusválida que le decía intimando: “No quiero que la cures, sino que la ames”. En la réplica de Cristo, Flaiano ofrecía una profunda teología del milagro: “Te digo la verdad: este hombre me ha pedido lo que yo de verdad pueda dar”.
La lista podría prolongarse con nombres de grandes ateos que todos conocen y citan, como Marx, Nietzsche o Gramsci, hasta científicos como Gould y otros, formando una auténtica biblioteca de “ateología”, que sería bien ardua y seria para los creyentes de varios niveles contemporáneos que aspiramos a ser clasificados como tales.
Para los ateos auténticos, la cuestión de Dios es seria: con ella no se puede bromear con el sarcasmo que se reserva a las tesis de los cerebros débiles. Es más, hay hasta que confrontarse con ella llegando a un duelo casi blasfemo: “Cuando es verdadero Dios, a Dios / yo Le parto la Cara”, escribía Caproni (curiosas las mayúsculas…). Es porque, como decía un filósofo no muy cristiano como Hume, “los errores de la filosofía son siempre ridículos, mientras que los de la religión son siempre peligrosos”.
Esto no significa que no haya que confrontarse también con las provocaciones irónicas e intelectualmente más modestas de los “demasiado poco ateos”, como hago en el Atrio de los Gentiles que he constituido –siguiendo la estela de un antiguo símbolo hebraico– a modo de espacio de “diálogo”, de confrontación de lógoi, es decir, de discursos y pensamientos.
Conscientes, sin embargo, creyentes y no creyentes, de que el riesgo más grave –para usar una distinción de Bernanos– no es la “ausencia”, sino el “vacío”, o sea, la imperante indiferencia, la superficialidad, la banalidad, la vacuidad, la amoralidad.
En el nº 2.818 de Vida Nueva.