Belén fue solo un lugar de tránsito, una parada imprevista en el itinerario de los dos forasteros que buscaron refugio en una de sus cuevas. No lo habían elegido: se lo impusieron unas circunstancias inesperadas y no sabían que aquel lugar de estancia breve sellaría para siempre al que venía a estar entre nosotros como uno de tantos.
Y es que si iba a vivir sin tener donde reclinar la cabeza, más valía que se fuera acostumbrando. Si iba a moverse entre los que no tenían nada seguro, mejor que se hiciera pronto aprendiz de intemperies. Si iba a caminar expuesto y sin defensas, una cuadra era, sin duda, un buen lugar para ensayar esa extraña manera de vivir sin abrigo. Si venía a buscar a los más olvidados, mejor que estuviera al alcance de los que se parecían tanto a la gente de la que se iba a rodear después. Si iba a poner del revés el lenguaje de la ganancia y de la pérdida, convenía que supiera por experiencia lo que decía.
Si iba a confiar perdidamente en Dios, que supiera pronto que eso no le eximía de probar el desamparo. Si iba a morir desnudo en una cruz, estaba bien que tiritara antes como recién nacido en una noche con frío. Si cuando muriera iban a envolver su cuerpo en un lienzo, mejor que probara antes el roce de unos pañales. Si iba a hacerse él mismo banquete, Belén anticipaba el sabor del pan en la alegría de la mesa compartida.
Recién llegado a nuestra humanidad y portador, ya para siempre, de las marcas que deja un nacimiento intempestivo. Si de adulto un quiromante le hubiera leído la palma de la mano, le habría augurado: “La línea de la vida, corta; la de la suerte, aventurada y peligrosa; la del corazón, desmesurada”.
A la larga, fue una buena ventura no encontrar sitio en la posada. Qué feliz culpa la de aquel posadero: les cerró la entrada para impedir que entraran, y no sabía que estaba abriendo para nosotros las puertas de tanta dicha.