Sería injusto que el hecho concreto de la renuncia pasara a ser el acontecimiento de mayor transcendencia del papado de Benedicto XVI; y peor aún, que esto tapase la importancia del pensamiento y la obra del teólogo, intelectual y docente que es Joseph Ratzinger.
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A diferencia de muchos de sus predecesores, él llegó a la silla de Pedro con su biografía prácticamente completada. Propios y ajenos lo reconocieron como el mejor teólogo del siglo XX. En el mundo intelectual, sus debates, diálogos y controversias públicas con creyentes y agnósticos estaban considerados como la más importante aportación y el mayor esfuerzo en pro de la adecuación del concepto de la fe con la razón y la ciencia.
Durante décadas, el cardenal Ratzinger diseccionó con claridad las causas de la descristianización progresiva de Europa, denunció el auge del relativismo y de un laicismo militante, reivindicó el papel del cristianismo en los orígenes del pensamiento y su obra.
Sus catequesis calaron en los fieles
Por ello, no es de extrañar que sus encíclicas, sus libros sobre Jesús y, sobre todo, su catequesis ordenada de los miércoles haya calado en los fieles, más pendientes de leer y escuchar a su Papa que de verlo.
Por lo dicho, yo valoro su pontificado, su valentía y su esfuerzo por abrir puertas y ventanas en el Vaticano, luchando contra la opacidad de la Curia y no temiendo el castigar a los culpables y pedir perdón por los errores cometidos.
Casos como el escándalo de la pederastia o, en otro campo, la generosidad en la búsqueda del acuerdo con los anglicanos, son decisiones difíciles que sitúan a la Iglesia en un camino nuevo y la acercan a las demandas de los fieles.
Es mucho lo que avanzó la Iglesia en estos años de pontificado en superar siglos de prepotencia y actitudes de impunidad que la llevaban a no reconocer errores y culpas. Benedicto XVI ha dado un paso de gigante en esta dirección de modernizar la Iglesia.
Al final, su endeble salud y las miserias humanas le impidieron acometer el último tramo de su proyecto de modernización y transparencia de la Curia, que no era otro que poner orden en la finanzas vaticanas, controlar el IOR (Banco Vaticano) y terminar con las vinculaciones financieras e industriales, sobre todo italianas, que tanto daño hacen a la Iglesia.
Algún día sabremos no los motivos reales de su renuncia, sino el gran servicio final prestado por Benedicto XVI al facilitar a su sucesor las herramientas precisas que le permitan terminar con un aparato de gobierno más propio del siglo XIX, y al que, por así decirlo, Garibaldi le dio el cierre.
*Artículo original publicado en marzo de 2013 tras la renuncia de Benedicto XVI.