Benedicto XVI, el Papa emérito, ha vuelto a la Casa del Padre. Este teólogo bavarés, uno de los grandes teólogos del Concilio Vaticano II, quizás el más grande, ha concluido su camino terrenal pronunciando tres palabras: “Jesús te amo”.
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Tres palabras que sintetizan, una vida como discípulo fiel del Señor Jesús, como “humilde obrero de la viña del Señor”, expresión sincera en su presentación en la plaza San Pedro, como sucesor de San Juan Pablo II. Un papa que ha hecho de la gentileza, como lo ha expresado el Papa Francisco, un rasgo característico de su humanidad y personalidad.
Comunión fraterna
Un hombre que ha visto el evento conciliar no como una ruptura en la historia de la Iglesia sino como un tiempo de movilización. Justamente recordando los cuarenta años del comienzo del Concilio Vaticano II así reflexionaba: “Estábamos felices, llenos de entusiasmo. El Gran Concilio Ecuménico había sido inaugurado; estábamos seguros que debía llegar una nueva primavera de la Iglesia, una Nueva Pentecostés, con una nueva presencia fuerte de la gracia liberadora del Evangelio”.
En la encíclica ‘Caritas en veritate’ del 2009, en ocasión de los 40 años de la ‘Populorum progressio’ de san Pablo VI escribe palabras que ponen como fundamento el amor creativo de Dios: “Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines. La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser solo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal. La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios – Amor que nos convoca”.
Desde la pequeñez
El Papa Ratzinger ha sido guiado también en los años complejos y turbulentos de su pontificado por esta palabra de Dios – Amor. Ha creído profundamente en ella, viviéndola como misión prioritaria. Su gesto de renuncia al pontificado, de alguna manera, ha representado como un calvario, mostrando al mundo el sentido de la humildad, y de la propia pequeñez humana, confiando sus límites a la gracia del Señor.
A través del “humilde obrero de la viña del Señor”, ha resplandecido cada vez con mayor vigor, a pesar del desgaste del propio cuerpo, la fuerza y la belleza de la oración, que en estos años de silencio monástico quiso aportar como verdadero don a la Iglesia. Nos ha recordado, a nosotros cristianos olvidadizos, el verdadero tesoro que tenemos en nuestras manos; el valor y la potencia de una oración sin desfallecer.