En la biografía de Joseph Ratzinger se pueden diferenciar claramente cuatro etapas: una primera, que corresponde al tiempo de su formación teológica, a su trabajo como profesor de teología en Múnich, Bonn y Münster y a su participación como experto conciliar en el Vaticano II (1962-1965). La segunda, que abarca el período final de su docencia teológica (particularmente en Tubinga), la consagración como obispo, su ministerio episcopal en la diócesis de Múnich y Freising (1977) y, sobre todo, el tiempo que está al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981). La tercera, inaugurada en la primavera de 2005, comienza con su papado como Benedicto XVI y queda clausurada con su renuncia el 28 de febrero de 2013. Y, una cuarta, que comprende el período que transcurre entre su renuncia y el fallecimiento el pasado 31 de diciembre de 2022.
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El papa J. Ratzinger ha sido una persona fuertemente condicionada –como todas– por su formación y por sus diagnósticos, en este caso, eclesiales y sociopastorales: estamos asistiendo –solía sostener, de diferentes maneras– a una rápida secularización o solapamiento del misterio de Dios en la sociedad y a la mundanización de la Iglesia, sin que los obispos, los cristianos y las comunidades estén afrontando tales hechos con la lucidez y el coraje requeridos.
Repaso al diagnóstico
Repasado este diagnóstico con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, se confirma –como ya denunciaron los críticos en su día– que se trata de un análisis al servicio, en primer lugar, de una forma de papado, gobierno eclesial y magisterio teológicamente superada en el Vaticano II, es decir, involutiva. Y, en segundo lugar, por dar alas a un modo de presencia en la sociedad que –pretendidamente tutelar en nombre de la Verdad o de la ley moral natural– es más propio de un régimen de neocristiandad (y, por ello, restauracionista) que de un tiempo secular, aconfesional o laico –al menos, en la Europa occidental– en el que lo determinante es la convivencia y el entendimiento entre diferentes, a la vez, empático y crítico.
Este diagnóstico de fondo no solo preside su extensa aportación teológica y su colaboración con Juan Pablo II, sino también la tercera etapa de su vida, su pontificado como Benedicto XVI. Es cierto que la primera de sus encíclicas sobre el amor de Dios (‘Deus caritas est’, 2005) tuvo una excelente acogida. Fueron muchas las personas que quedaron gratamente sorprendidas por su tono propositivo, casi en las antípodas del desmedidamente autoritativo –y hasta autoritario– del que había hecho uso durante su mandato al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sin embargo, una vez reposadas las sorpresas iniciales, se empezó a evidenciar que bastantes diagnósticos y posicionamientos personales en su época de prefecto –e, incluso, de tiempos anteriores– acababan, más tarde o más temprano, en decantamientos doctrinales y en decisiones jurídico-pastorales, altamente cuestionables, por involutivos, preconciliares o en conformidad con la minoría conciliar.
Graves problemas
Es cierto que tuvo que afrontar problemas que hicieron que se tambalearan los cimientos de la Iglesia. Probablemente, uno de los más dolorosos fue el escándalo de los abusos sexuales a menores en diferentes instituciones eclesiales y, entre ellos, el conocido como el ‘caso Maciel’. Otro, la filtración a la prensa de documentos secretos (‘Vatileaks’) en los que se evidenciaban no solo las luchas internas entre diferentes facciones por el control de la Curia vaticana, sino, igualmente, la sorprendente incapacidad de quien fuera el hombre fuerte del papa Wojtyla para controlarla. Y un tercero, también de mucho peso y enorme resonancia, el de las dificultades que tenía el IOR o banco vaticano para entrar en las listas de entidades transparentes o para no suscitar sospechas de que era una entidad bancaria en la que se lavaba dinero negro.
Pero también lo es que, a estas complicaciones sobrevenidas, había que añadir otras, provocadas por intervenciones suyas, particularmente problemáticas: la controversia con el islam en su discurso de Ratisbona (12 de septiembre de 2006); el levantamiento de la excomunión a cuatro obispos lefebvrianos (uno de ellos, negacionista de la Shoah o exterminio nazi); su comentario de que el preservativo no solo no era la solución del sida, sino que formaba parte del problema; su alucinante, pero reiterativa, denuncia de la “prostitución” del teólogo; la ‘Notificatio’ a Jon Sobrino por su Cristología; los puentes de plata tendidos a los anglicanos que se querían pasar al catolicismo por desacuerdo con la ordenación de mujeres, así como sus críticas valoraciones sobre la renovación litúrgica de Pablo VI, de la que no se había cansado de decir que estaba produciendo “unos daños extremadamente graves”; y la contrarreformista decisión de recuperar la misa en latín, satisfaciendo, así, su personal comprensión de lo que se debía entender por “tradición viva” en el ámbito de la liturgia.
Conviene recordar que estas –y otras– polémicas intervenciones no alteraron, para nada, su tradicional defensa de las “verdades innegociables”; su apuesta por un magisterio papal marcadamente unipersonal y autoritativo, y al margen del sentir del Pueblo de Dios, así como su decantamiento por una moral sexual y una pastoral matrimonial (y familiar) presididas por la “verdad” de la ley moral natural.
La decisión más importante
La renuncia al papado fue, sin duda, la decisión más importante de su pontificado, a la vez que una de las más complejas de comprender y objeto, por ello, de muchas y, hasta enfrentadas, interpretaciones. Hay una que no es descartable: fue una decisión con la que mostró, a la vez, su grandeza moral (aunque no se compartieran sus argumentos) y, también, el fracaso de la minoría conciliar (representada por él y por Juan Pablo II) en la reconducción o recepción involutiva del Vaticano II.