Crecí en una familia extensa, alimentada desde la infancia por un entusiasmo confiado en la Iglesia del Papa Juan y las esperanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II, en la pasión política inspirada por el Evangelio, en la búsqueda diaria del conocimiento de las Escrituras y en el deseo de celebraciones eucarísticas comunitarias, desde la elección del amor por los pobres.
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Rodeada de muchas mujeres, he caminado toda mi vida tras estos pasos pequeños, grandes, ligeros o profundos que han marcado mi camino dentro y fuera de la Iglesia católica. A veces, la ola del rechazo los ha borrado parcialmente o el peso del cansancio los ha hecho hundirse. Pero casi siempre una ráfaga de viento fuerte me ha empujado hacia otra orilla, hacia los confines, hacia nuevos horizontes.
En los tiempos de mi matrimonio atormentado y apasionado con la Santa Madre Iglesia me movía del centro de la vida eclesial a sus periferias, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y la pobreza, entre la fidelidad y el adulterio, entre la rebeldía y el recogimiento, entre acaloradas protestas y ¡una obediencia difícil!
He vivido veranos de participación activa en organizaciones y grupos católicos o de inspiración cristiana, donde asumí roles de responsabilidad, a pesar de la pertenencia crítica, pasando también por el servicio en las parroquias y comunidades locales. Han sido veranos calurosos, ricos y fructíferos de encuentros y de preciosas amistades que resisten el paso de los años.
He vivido otoños intensos por mis elecciones políticas incómodas, por las posiciones públicas tomadas, por las opciones existenciales compartidas o solitarias como “cristiana laica adulta”, que me han empujado a los márgenes de la vida eclesial porque no estaba alineada con la mayoría, no era democristiana, no quería ser cómplice del colateralismo de las jerarquías católicas con un sistema político corrupto.
Hubo fríos inviernos de conciencia del declive de la Iglesia italiana en la época de ruiniana. El retorno cada vez más fuerte de los vientos preconciliares, del poder de una Iglesia jerárquica y piramidal, del vaciamiento del sentido de las liturgias, de la reducción “a la Iglesia de los sacramentos”, del retorno de la centralidad del sacerdote celebrante, del empobrecimiento cultural de los laicos, de la misoginia imperante hasta el terrible descubrimiento del lado oscuro de los abusos, la simonía y la corrupción, causas graves de la crisis actual.
También he vivido felices primaveras germinadas del encuentro con mujeres y hombres en constante búsqueda, mujeres enamoradas del Evangelio, escrutadoras de la Palabra, buscadoras indomables de la perla preciosa de la luz divina, hombres inmersos en la opción preferencial por los pobres, mujeres y hombres envueltos en la Ruah, junto con el valor de la parresía, en una dirección obstinada y contraria.
Dentro y fuera
Cada una de estas estaciones nunca terminó del todo, si acaso quedaron diluidas en las siguientes. Hay un hilo conductor que ayer como hoy marca mi estar dentro y fuera de la Iglesia “oficial”. Ese elemento que me moldeó como “mujer cristiana laica y feminista”, es decir, la relación entre mujeres, la práctica política entre mujeres y la mística política femenina.
Comenzó con esa genealogía de la infancia de mi familia matriarcal y ha llegado a tener un nombre gracias al encuentro fundamental durante mis años universitarios con una destacada católica italiana, Maria Dutto, y el “Gruppo Promozione Donna” de Milán. Mujeres de todas las edades que, al darnos reconocimiento a nosotras, las jóvenes, nos abrieron espacios libres para escuchar, para aprender no solo del feminismo laico, sino de la historia viva de otras mujeres que, permaneciendo fieles a la Iglesia católica, han tomado decisiones, promovido acciones y fundado grupos heterodoxos en torno a la presencia de la mujer en la Iglesia de su tiempo. Que han traído al mundo, con autoridad femenina, otra forma de ser Iglesia.
En aquella estación, mi condición de feminista cristiana todavía me situaba dentro del círculo de la vida eclesial. El punto de inflexión llegó en 2003 con mi participación en el Sínodo de las Mujeres de Barcelona. De ahí mi pertenencia a los grupos de mujeres de las comunidades de base.
De ahí mi posición en el umbral, mi continuo paso del centro a la periferia, mi asociación a los caminos de intentos de reforma de la Iglesia católica “desde dentro” y mi continuo mirar hacia afuera con toda la humanidad, compartiendo con tantas otras la búsqueda de “un dios distinto”, de ese “dios de las mujeres”, de la presencia divina que, liberada de la prisión del Dios patriarcal, puede volar libre por las orillas de la historia, dejando nuevas huellas, caminando con nosotras también por el barro de los dramas de la humanidad, de los que sabemos que siempre puede surgir vida nueva.
*Artículo original publicado en el número de septiembre de 2024 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva