Es la voluntad buena de Dios para su Iglesia en el siglo XXI: que los seguidores del Camino (Hch 9, 2; 19, 9), como se llamó a sí mismo Jesucristo, para ir al Padre, caminemos unidos para la misión de anunciarlo en toda la tierra como Evangelio, Noticia benéfica de salvación para todos, en comunión de vida con la fe, esperanza y caridad, como identidad gozosamente compartida.
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Comunión, participación y misión: creemos que estas tres palabras derivan de la Palabra primera, “que estaba junto a Dios y era Dios…” y se hizo carne para participar de nuestra carne y sangre sin avergonzarse de llamarnos hermanos para que compartiéramos su comunión de vida con Dios Padre. Y así, hijos en el Hijo, proseguir su misión histórica con el inmenso don de su Espíritu Santo.
La ‘con-vocación’ a la fe es, a la vez, a compartir fraternalmente la misión de Jesús caminante recorriendo los pueblos y aldeas de la “Galilea de las gentes”, anunciando el Evangelio del Reino y curando las dolencias del pueblo.
Comunión de vida
El desafío de la misión evangelizadora en el mundo entero nos urge a todos los discípulos de Jesús, Siervo y Señor de toda la historia humana, a superar desavenencias por la comunión de vida “en Él”. Y a la participación en igualdad fraterna, con toda la variedad de los carismas del Espíritu, en la misión de toda de su Iglesia a través de sus comunidades, servicios, instituciones, estructuras organizativas.
La comunión se hace y rehace con la activa participación de todos los miembros de cada comunidad cristiana, haciéndola “católica” de verdad, dando la oportunidad a los más últimos como primeros, mostrando así la exquisita fidelidad al ejemplo y enseñanza del Maestro de todos.
Para ir consiguiendo la necesaria comunión con la participación de todos en la misión, habrá que vencer muchas resistencias seculares, interesadas o inconscientes; y aprender a perder privilegios de sabiduría, riqueza, prestigio, poder impositivo, secretismos, manipulaciones… y un largo etcétera, que cada comunidad lo sabe en cuanto lo padece.
Sinodalidad viable
Practicar la sinodalidad, característica de la Iglesia desde su primera andadura histórica, supondrá pagar un alto precio de despojamiento de impedimentos que la han obstaculizado durante siglos, para hacerla más viable a partir de la aceptación sin reservas del Concilio Vaticano II, como pretende su aplicación por el papa Francisco.
Los sufrimientos que acarree, asumidos y compartidos con talante evangélico, completando la pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia, serán cauce de sanación de muchas heridas a la fraternidad; y liberación de energías desperdiciadas inútilmente, para solo emplearlas en la mejor causa: la evangelización del mundo para gloria de Dios y de los hombres.
Tendremos que aprender a ejercitarnos en el discernimiento personal, comunitario y apostólico, todos a la escucha de la Palabra, secundando las mociones del Espíritu, quien a todos purifica, renueva, ilumina, fortalece y guía.
Dejarnos enseñar
A sabiendas de requerir mucha humildad y paciencia fraternas, con genuina docilidad interior para dejarnos enseñar por las inspiraciones, que nos hará llegar sorprendentemente el Espíritu por los hechos y dichos de todos, incluso de los marginados de la Iglesia y de la sociedad.
Seguro que el Espíritu, protagonista del Sínodo, nos reclamará conversión sincera para buscar primero el Reino de Dios y su justicia, dejando a Dios las añadiduras que estime oportunas, sin pretender asegurarlas nosotros.
Caminantes, sí hay camino, abierto a todos los peregrinos con “el sentido de la fe” del Pueblo de Dios: el Camino es Jesús y su Evangelio en su querida Iglesia una, santa, católica y apostólica, con la gracia del Espíritu Santo y nuestro consentimiento consciente, activo y comprometido con el Señor, en fraternidad apostólica, misionera y samaritana.
Fe confiada
Pues habremos de curar todas las heridas de los más sufridores de la historia antifraterna que arrastra el pecado del mundo, suprimible con la fe confiada en el Cordero de Dios, Jesús: nació, vivió, murió y resucitó por nosotros para ser el Buen Pastor haciéndonos corderos semejantes a Él, siempre dispuestos a entregar la vida a favor de todos sin quitarla a nadie.
Así seremos creíbles los discípulos misioneros del enviado del Padre, Jesús de Nazaret, quien definió la misión de su vida, desde el pesebre hasta la cruz, tan certeramente: “Yo he venido para que todos tengan vida en abundancia”.