Tribuna

Cardenal Eduardo Pironio: un maestro de vida que buscó arquitectos, no bomberos

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“Ha dado testimonio de su fe con alegría: la alegría de ser sacerdote y el deseo constante de comunicarla a los jóvenes de hoy”, recordó Juan Pablo II en la homilía de su funeral, el 7 de febrero de 1998. La Basílica de San Pedro estaba abarrotada. Vibraba un clima de tristeza y de esperanza. Se comenzaba a advertir que Eduardo Francisco Pironio, cardenal de la Santa Romana Iglesia, había sido un gran hombre de esa Iglesia que lo lloraba y de la cual se había hecho pequeño, humilde servidor. El corazón de la historia late en la vida del purpurado. No nos hemos dado cuenta, demasiado ocupados como estábamos en seguir sus proyectos, en organizar encuentros de millones de jóvenes procedentes de todo el mundo.



“El Papa quiere encontrarse de nuevo con vosotros”, escribía para la peregrinación a Santiago de Compostela, en 1989. “Hacen falta nuevos jóvenes para la construcción de la civilización del amor”, añadía. Esa invitación a la juventud mundial para acompañar al Papa contiene la palabra que iluminaba el final del milenio, la misma que Juan Pablo II había elegido como faro del pontificado y como viático para la marcha de una humanidad desorientada: esperanza, “esa esperanza amenazada por el cansancio”, añadía el cardenal, “por el desinterés, por el pesimismo, por la falta de confianza en el hombre y de abandono en las manos del Padre”.

El cardenal Pironio, a la izquierda de Juan Pablo II, durante la JMJ de Santiago de Compostela en

El cardenal Pironio, a la izquierda de Juan Pablo II, durante la JMJ de Santiago de Compostela en 1989

“Hoy le saludamos con inmensa alegría –decía el 14 de agosto de 1991 a Juan Pablo II, en la celebración de la VI Jornada Mundial de la Juventud en Czestochowa (Polonia)–. Le saludamos con la alegría original y única de los jóvenes del Este. Ellos, quizás, no han visto nunca al Papa. Han venido con la enorme esperanza de que, cuando Pedro pasara, al menos su sombra le cubriera alguno de ellos. Sobre sus frentes está el signo luminoso de la cruz, en sus corazones está la búsqueda confiada del amor, de la solidaridad, de la fraternidad evangélica”.

Defensor y artífice de la JMJ

Pironio fue el defensor y sabio artífice de las Jornadas Mundiales de la Juventud: desde el año 1984, en Roma, hasta la vigilia de la XII edición (París, 1997), acompañó todos y cada uno de los encuentros con ternura y amor, haciéndose peregrino con el Papa y con los jóvenes por los caminos del mundo. Y cada vez daba un paso más al frente, un cambio en el sentir, una perspectiva diferente sobre la que reflexionar, una semilla nueva depositada con delicadeza y confianza en la tierra fértil de la edad temprana.

En Denver, en 1993, el cardenal reconocería que allí, en Estados Unidos, había visto a la Iglesia, que se preparaba para el Jubileo del año 2000, hacer frente a los desafíos del nuevo milenio. Eclesiásticos, laicos y jóvenes unidos en su profunda aspiración a una vida cristiana renovada, a un laicado que asumiera su propio papel activo en el conjunto eclesial y en la transformación de la sociedad, a una espiritualidad sólida y abierta, al compromiso de la Iglesia sierva de la humanidad a través de la capacidad misionera de cada uno de sus hijos.

“Gracias, Santo Padre, por habernos reunido ante la Santa Casa de Loreto” –subrayaba Pironio en el encuentro de los jóvenes de Europa en septiembre de 1995, convocado con ocasión del VII centenario del santuario mariano–, lugar donde se leyó aquel “Aquí el Verbo se hizo carne”. “También nosotros hoy sentimos que el Verbo, si lo acogemos como María, se hace nuestra carne”, reflexionaba. Y proseguía: “Estos jóvenes han llegado hasta la Santa Casa porque quieren cambiar la historia, aceptan el desafío del Papa de construir una Europa que, fiel a sus raíces, sepa hacerse cristianamente tierra de acogida, de solidaridad y de paz”.

Sintonía con los jóvenes

Era extraordinaria la sintonía que el cardenal Pironio lograba establecer con los jóvenes. Con sus cabellos blancos, con la autoridad que se advertía nítidamente a su lado, conseguía ser “creíble” ante sus ojos como compañero de viaje. Había vivido y visto mucho. Había explorado el ánimo de los hombres, había comprendido sus inquietudes y las había confrontado con las suyas, y había ofrecido una palabra de comprensión, pero siempre con naturalidad. De la misma manera que era natural su disposición para el contacto humano.

Y así lo encontrábamos, todo satisfecho él, con su sotana oscura y la cruz episcopal, en medio de jóvenes vestidos con vaqueros, camiseta y sus mochilas a la espalda. El “cardenal de los jóvenes” había comprendido lo que sus “amigos” con decenas de años menos pedían al mundo, a los adultos, a la Iglesia. “Estos jóvenes no tienen miedo del cansancio, del sufrimiento, de la cruz. Tienen miedo de la mediocridad, de la indiferencia, del pecado”, había dicho en Loreto. Y no es casualidad que una de sus expresiones preferidas en el Pontificio Consejo para los Laicos –que presidió entre 1984 y 1996 y en el que trabajé durante años como responsable de su Sección Juvenil–, fuera: “Aquí no tenemos que ser bomberos, sino arquitectos”. (…)