Muchas veces la cercanía al obispo la hemos leído de “forma unilateral”, como dice Francisco, interpretándola desde la “obediencia disciplinar” y no desde el vínculo de comunión que nos une. Sin embargo, en mi experiencia sacerdotal tengo que reconocer que he sentido la cercanía y comunión con mis obispos como un verdadero don.
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Recuerdo, por ejemplo, a mi primer obispo en Mar del Plata, Enrique Rau, venir un día de invierno a mi casa, preguntarme si tenía suficiente ropa en la cama y regalarme una bolsa de agua caliente para que no pasara frio. Me pareció un gesto de cercanía verdaderamente entrañable.
Allí también tuve la suerte de tener como obispo al hoy venerable cardenal Eduardo Pironio. Con él compartí momentos inolvidables. Cuando un comisario me abrió un sumario policial por comunista, siendo yo muy joven y en época de golpes militares y grupos guerrilleros, pasé un serio desconcierto. Fui al obispo, le conté lo que me pasaba y, después de escucharme atentamente, me dijo: “Vicente, lo primero que quiero decirte es que te sientas muy libre. Si quieres volver a España, hazlo con entera libertad. Si te quieres quedar, tengo que decirte varias cosas: yo no puedo asegurarte nada; sabes que tu obispo también está amenazado (tenía las paredes de la catedral llenas de pintadas: “Pironio montonero”, “Pironio guerrillero”), lo único que yo puedo ofrecerte es compartir con nosotros la Iglesia de la Pascua, Iglesia de cruz y de esperanza”.
Cuando escuché esto, me levanté, él también lo hizo, nos dimos un abrazo y le dije: “Cuente conmigo, quiero vivir con ustedes la Iglesia de la Pascua”. La cercanía al obispo, como dice Francisco, me ayudó a salir de mí mismo y a “discernir” desde la fe y desde la comunión con él y la Iglesia diocesana.
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