Al recibir el sacramento del orden sacerdotal, somos “escogidos de entre los hombres”, no para separarnos de ellos, alejarnos y colocarnos aparte o por encima; sino para ser devueltos a ellos con radicalidad evangélica, en fiel seguimiento de Jesucristo, “hombre entre los hombres”: en la vida familiar y laboral de Nazaret, en la misión de anunciar y realizar el Reino de Dios sanando, perdonando, comiendo con los pecadores, arriesgándose a los reproches de la “gente religiosa bien pensante”, hasta acabar crucificado entre dos pecadores públicos.
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Si el pueblo es el conjunto de los no privilegiados, sus fieles siervos, enviados por el Mesías Siervo, a imitación suya, habremos de renegar siempre de todo postizo privilegio heredado, sin ridícula añoranza de tiempos trasnochados. Ni buscarlos más o menos subrepticiamente, bajo ningún pretexto civil o eclesiástico.
El pueblo llano, no encumbrado, el pueblo trabajador, o en paro, siempre expuesto a padecer la injusticia que empobrece, humilla y margina, tiene muy fino olfato para “el buen olor de Cristo” que llevan los curas más auténticos, pobres, humildes, no altaneros, últimos entre los últimos, sin desprecio a los primeros, sino por el justo aprecio a la fraternidad por construir entre todos, pero desde los de abajo, “primereando” con ellos porque más sufren su falta.
Si la cercanía al pueblo nos priva del “don y el din”, nos otorga compartir evangélicamente la dignidad escondida de las mujeres y hombres que cada día levantan la carga de la vida en el anonimato, con la honradez de ganar el pan con el sudor de su frente, criar y educar a sus hijos con el buen ejemplo en la vida corriente, entretejida de oportunidades y contratiempos, risas y lágrimas, salud y quebrantos, desesperos y esperanzas, confiando siempre en Dios.
El pueblo rural y campesino, el pueblo obrero de los barrios urbanos, el pueblo inmigrante, el pueblo de los mil servicios educativos, sanitarios, comerciales, los transportistas, los dedicados a la limpieza, en hogares y hostelería, en toda clase de trabajos, hasta los “sumergidos…”, necesita la cercanía de los sacerdotes que reconocen sus fatigas ansiando ver el justo cumplimiento de todos sus derechos; sacerdotes que se hacen “voz de los sin voz” en sus homilías, catequesis y escritos parroquiales. No por opción partidista, sino guiados por el Espíritu del Señor con las Bienaventuranzas del Evangelio y la vigente Doctrina Social de la Iglesia.
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