“El Espíritu Santo me ordenó que fuera con ellos sin dudar…” (Hch 11,12). Pedro no va por iniciativa propia a la casa de Cornelio. Tiene que obedecer al Espíritu. Una vez allí, reconocerá la obra de Dios. Finalmente dará cuentas a la comunidad de todo lo que ha vivido. He pensado mucho en este relato de los Hechos mientras se desarrollaba en Roma el Encuentro para la protección de los menores en la Iglesia. Lo que narran los Hechos se ha verificado otra vez. También hoy, Pedro (Francisco) y, con él, todos nosotros hemos tenido que obedecer al Espíritu y dejarnos llevar a un lugar que no habíamos programado.
¿Es Jesucristo, el verdadero Pastor y Obispo de nuestras vidas, el que está pastoreando así a su Iglesia? Creo que podemos decir que sí. Pero, a condición de que digamos, a renglón seguido: desde la humillación que quebranta el corazón y lo hace más dócil a la acción de Dios. Hay además otra pregunta inquietante: ¿Hubiera sido posible la convocatoria del Papa a este Encuentro sin la rebeldía de las víctimas que han empujado a la Iglesia a mirar de frente el drama de los abusos? Y más: ¿Hubiéramos llegado hasta aquí sin el moderno estado secular con la autonomía de su justicia, o sin la tarea de investigación de periodistas “molestos” y “entrometidos”, o sin el “basta” de tantos laicos y comunidades cristianas enojados y avergonzados?
Chile, Australia, el Informe Pensilvania… Estamos viviendo una hora de penitencia y conversión en el sentido más hondo que esas palabras tienen para nuestra fe. No olvidemos que se trata de una gracia del Espíritu que, por caminos las más de las veces impensados, nos lleva al quebrantamiento del corazón como el único sacrificio que abre realmente nuestra vida a la acción de Dios. Gracias, por cierto, que reclama nuestra libertad, a la vez que la hace posible, la sostiene y la perfecciona.
La palabra de las víctimas
“Ustedes, son los doctores de las almas y, sin embargo, con excepciones, se han convertido en algunos casos, en los asesinos de las almas, en los asesinos de la fe”. Son palabras de una víctima, oídas en el aula del Sínodo convertida en “espacio de saludable penitencia” para los pastores de la Iglesia, incluido el Santo Padre. Palabras de un bautizado herido por el abuso de un falso profeta. Pero herido también, y tal vez más hondamente, por el trato injusto que recibió de quienes debían ayudarlo para hacer verdad, justicia y sanación en su vida: sus obispos. Son palabras dirigidas a cada uno de nosotros, los obispos que, en nombre de Cristo, pastoreamos el santo pueblo fiel de Dios, como le gusta decir al papa Francisco. Ese pueblo que está esperando activamente que cesen las palabras y comiencen los gestos concretos.
En estos días, los participantes del Encuentro han tenido la oportunidad de pensar en estos pasos concretos de reforma en torno a tres palabras claves: responsabilidad, rendición de cuentas y transparencia. Tres palabras claves que expresan, ante todo, la misión del obispo en la Iglesia, especialmente de cara a la tragedia de los abusos. Pero, como bien ha sido recordado en estos días, el obispo no está solo en esta tarea. Su rol es insustituible, pero él es parte de una comunión más amplia y su ministerio ha de vivirlo en “estilo sinodal”.
Misión compartida
Es parte de un cuerpo: el colegio episcopal, expresado en cada lugar a través de la conferencia episcopal y los vínculos con el obispo de Roma. Es además cabeza de una Iglesia particular que es como una red de vocaciones, carismas y ministerios. El obispo no puede enfrentar solo ni desde su propio criterio ningún capítulo de la lucha contra los abusos. Junto a él y, en algunos casos, dejándose llevar –como Pedro a la casa de Cornelio– tiene a laicos, consagrados y ministros ordenados.
Y no olvidemos las consecuencias de haber reconocido sin ambages la naturaleza criminal del abuso perpetrado por un clérigo: sin negar el derecho de la Iglesia a seguir sus propios protocolos canónicos, el orden público herido reclama que esta no solo colabore con la justicia secular, sino que se ajuste a ella escrupulosamente. Este es, a mi criterio, un paso sin retorno en el camino de la Iglesia.
Mucho queda por hacer. Tenemos ya puestos sobre la mesa temas fundamentales: espacios concretos para escuchar y acompañar a las víctimas; instancias también concretas para rendir cuentas del camino emprendido o, llegado el caso, para denunciar a los obispos y superiores que son negligentes en su oficio; reformar los puntos débiles del proceso canónico (sentido del secreto pontificio, colaboración con la justicia, información a las víctimas de la marcha de su denuncia, mayor protagonismo de las conferencias episcopales o de los metropolitanos en los procesos canónicos, etc.). Y –¿cómo no?– una atención mucho más incisiva a la formación de los futuros pastores y consagrados, llamados a ser padres antes que señores a los que servir y admirar.
Es cierto que apuntamos a la “tolerancia cero”: hacer justicia a cada caso de abuso. Pero, en la mente del Papa, el objetivo es mayor. Tenemos que hablar de “abusos cero” en la Iglesia. Se abre así el capítulo de la prevención. Una vez más, este ha de involucrar a todos en la Iglesia. Si el clericalismo está en la raíz de los abusos y su fatal gestión, el concreto hacer lugar a una Iglesia comunión verdaderamente católica y sinodal ha de estimular la corresponsabilidad de todas las vocaciones y carismas que la componen.
Volvamos con Pedro a la casa de Cornelio. ¿Qué ocurrió allí? Un nuevo y sorprendente Pentecostés. Siguiendo a la distancia el Encuentro –lo confieso: no solo con interés sino también ansiedad– creo haber percibido el rumor del Espíritu. El discurso final del Santo Padre tiene esa fuerza: sin dejar de ser concreto en sugerencia y orientaciones, tiene la fuerza de una lectura teológica y espiritual que va a la raíz del drama, pero también de la fuerza más poderosa con que cuenta la Iglesia para responder, prevenir y curar los abusos: la potencia del Espíritu. Me animo a parafrasear lo que aquellos Padres reunidos en Calcedonia: “Pedro ha hablado por boca de Francisco”.