Tal parece que en nuestros tiempos “merodea” una cierta pérdida de fe en todos los sentidos. Y esto tiende a estancar la luchas.
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La “pérdida” de la fe constituye una de las experiencias de dolor más profundas que puede tener un ser humano. Es una situación difícil de contar a los amigos, dura para sobrellevar y, sin embargo, es más común de lo que podría parecer. Las fachadas de alegrías y las muecas disfrazadas de sonrisa o de sentido del humor muchas veces ocultan esa tristeza a los ojos de los demás. Cuando eso nos pasa, parecemos felices, pero por dentro la vida se desangra.
Se muere la fe
Buscamos los culpables de nuestra pena. Bueno –decimos– si yo soy la víctima inocente, entonces el culpable está fuera de mí. La culpa la tiene mi marido o mi mujer, la culpa la tienen los hijos malagradecidos, la culpa la tiene el patrono abusador. Hay quien, más sofisticado, dice que la culpa la tiene “el sistema”, la junta, el imperio. Todavía hay quien levanta los ojos al cielo y le reclama a Dios: “Tú tienes la culpa”, “Me trajiste al mundo para sufrir”.
Más a la corta que tener que esperar por la larga, el resultado es que se nos “muere” la fe. Como dice el viejo tango, “hoy no creo ni en mi mismo, todo es truco, todo es falso”.
¿Qué tal si cambiamos el orden de las preguntas?
Cuando digo que tengo fe, ¿cuánta fe de verdad tengo? ¿Se me murió la fe por los golpes que me dio la vida o no resistí los golpes porque mi fe era falsa? ¿Maltraté a mi esposa, a mi esposo, a mis hijos? ¿Fue cómplice de los abusos del patrono porque creía que así me iría mejor? ¿Traté de ser parte entusiasta de un sistema de opresión poque buscaba mi propio beneficio? ¿No me rebelé ante la junta fiscal Dictatorial porque no quería meterme en problemas? ¿Acepté el coloniaje del imperio?
Hay una canción popular que dice “la libertad cuesta mucho, eso dicen los cobardes. Amigo, no es lo que cuesta, es mucho más lo que vale”.
La ley de la libertad
Dios nos trajo al mundo colmados de bienes y nos dio la ley de la libertad. De eso, no hay duda. Pero a nosotros nos toca convertir en obras la palabra. Si invierto mi día haciendo el bien, ¿qué tiempo tengo para andar penando porque me duele aquí o me duele allá? Si no convierto los dones que he recibido en ayuda para quien los necesite y si no pongo en práctica la palabra de libertad que me entregó Dios, cualquiera podrá decirme -como advierte el Apóstol Santiago- muéstrame esa fe sin obra, que yo con mis obras que demostraré mi fe.
Para caminar tengo mis pies, que se mueven uno primero y el otro después. Si quiero que mi fe resucite, me toca ir, poco a poco, tramo a tramo, dedicando mis días a sembrar más vida.
Invertimos demasiado tiempo hablando y muy poco tiempo actuando. Así no es. Si quiero que mi pueblo se libere de las cadenas de opresión, “tengo que trabajar” por la libertad lo poco o lo mucho que puedo cada día. He conocido a la gran luchadora de la patria puertorriqueña María de Lourdes Santiago, quien le decía a los de su partido que sencillamente se preguntaran cada día qué podían hacer por la independencia. Traduzco ese llamado a muchas causas, personales y sociales. ¿Qué puedo hacer hoy por mi prójimo y mi comunidad?
Las discusiones sobre teorías, estrategias, tácticas y todas esos asuntos son muy buenas. Sin embargo, me parece que el momento que vivimos nos exige “hablar menos y hacer más”. Así decía José Martí, “hacer es la mejor manera de decir”. Hagamos de nuestras vidas talleres, fábricas de milagros y maravillas. Veremos cómo resucita la fe.