Deben estar extasiados los dos. Imagino a Dios contemplando a Ricardo y abrazándolo de cerca con la misma ternura que encerraba la agenda interminable y “eterna” de este cura intelectual y afectivo. Pero no puedo menos que imaginarme a nuestro querido hermano haciendo todas esas preguntas que estaban dentro de él y para las que continuamente buscaba luces y señales de ruta hacia la verdad posible y nunca última. Debe ser impresionante el “coloquio” –como a él le gustaba decir con Pablo VI sobre la iglesia coloquial-, cuánto gozo sin fin, eterno, entre los dos. Me imagino el juego amoroso del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, de ese Dios que él definía con el VI concilio de Toledo como un solo Dios, pero no como Dios solitario. No me extrañaría una partida a cuatro con el trivial, él claro haciendo pareja con Cristo, que es el que más conoce.
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Hoy leo con gozo la carta del joven Álvaro en el periódico regional que la titula “Ricardo, mística y tierra”. En breves líneas, como él lo hacía, nos da las señales concisas de un vivir y un hacer en una parroquia que termina proclamando la verdad más pura del evangelio, al anunciar que, sobre todos los renglones de la muerte, siempre acabará el relato en vida. Hablo sobre el escrito con Jesús Sánchez y me dice que lo ha enviado a Rafa Alejo, compañero de facultad y persona muy cercana a Ricardo, junto a mucha gente. Forma parte de un grupo comunidad que Ricardo acompañó siempre como padre y compañero de camino de vida, incluidos familiares y sobre todos sus hijos, los preferidos de este abuelo entrañable en el espíritu y la vida. Jesús me habla de que están mal, sienten dolor por el vacío y la ausencia del amigo de verdad y vida, este sacerdote entregado en cuerpo y alma a acompañar sus caminos vitales. Vuelven a las cosas de cada día, pero como los discípulos de Emaús no pueden dejar de sentir el vacío, el interrogante, el dolor de que no ha dado ni tiempo a despedirse, aunque él ya tenía preparado los guiones de los ejercicios espirituales para más de un año, por si se iba pronto. Incluso decía que, si no estaba, los podría guiar Mané con sus apuntes, otro integrante querido de esa comunidad. Sé, como dice Jacinto, que su dolor y llanto no es porque les falte la esperanza, sino porque lo humano se revuelve con la imposibilidad del abrazo carnal en nuestro pobre lenguaje, que ha sido tan rico para él en emociones verdaderas.
Yo que también voy dialogando conmigo en la vuelta y en los recodos de este vivir, con el recuerdo del amigo y maestro ausente, me atrevo a leer en creyente con vosotros el momento. Lo hago desde la clave que me va acompañando en esta cuaresma y en el caminar que nos tenemos planteados como profesionales cristianos, la espiritualidad del cuidado. Qué misterioso Dios en Cristo cuando nos ponemos a buscar las claves teológicas del cuidado. Precisamente ayer recibía un escrito de Jesús Sánchez donde me descubría cómo él veía esa clave divina: “La vulnerabilidad de la vida es su valor, el cuidado su tesoro”.
De virtudes teologales: fe, esperanza y amor
El mismo día que ingresó Ricardo en el hospital estábamos en Badajoz reflexionando con Rosa Ruiz, teóloga y psicóloga, estas claves evangélicas sobre este tema transversal al que estamos llamados en este mundo herido y necesitado de sanación, liberación y salvación. Con mucha sencillez nos señaló un camino tradicional que debe ser recuperado en nuestro ser cristianos, las virtudes teologales de la fe, la esperanza y el amor. Me atrevo a traerla aquí como estructura de consuelo y en el duelo por el hermano perdido. Considero que nos vienen como anillo al dedo dada su vivencia, sabiduría y entrega.
La primera consideración es que estas virtudes, antes que nada, son un don gratuito y amoroso del Padre, que nos ha regalado en el Hijo. Qué cambio más radical si entramos en la verdad de este principio: es Dios el autor de la fe, de la esperanza y de la caridad, y así ha sido en Jesucristo.
La fe como confianza
Jesús, en comunión con el Padre, lo ha descubierto con fundamento de confianza absoluta y desde ahí ha sido un mesías confiado y se ha hecho digno de confianza ante los hombres –recordamos lo de Hebreos-. El amor del Padre ha hecho al Mesías, hombre de confianza, confiable para todos. Los que se han encontrado con Cristo han notado que inspiraba una confianza que transformaba la relación y los seducía para hacerlos confiables. Jesús es el hombre que, habiendo encontrado la confianza regalada del Padre, se hace fiable y genera confianza en los otros, como le diría Pedro, “a dónde vamos a ir si tú tienes palabras de vida”. Sobrecoge cómo en su caminar y en sus relaciones tiene predilección por aquellos que la vida los ha hecho desconfiados radicales, los que no confían en ellos mismos ni son capaces de confiar en nadie. La soledad existencial más infernal, vivir en la desconfianza total. A ellos les ha mostrado su fe, su creer que podían levantarse, nacer de nuevo, tener proyecto y futuro. Les enseña a mirar su presente y su futuro de un modo nuevo. Los evangelios nos hablan de algunos personajes simbólicos recuperados en la confianza para la vida, pero cuántos no serían anónimos en este renacer creyente de la vida y del espíritu con su vida, sus palabras, sus gestos… Y esto a lo largo de los siglos en el caminar de la Iglesia por la historia.
Recordar –volver al corazón- a Ricardo en esta dimensión de fe, ha de ser tarea en este caminar de duelo que nos ha de devolver a la verdadera confianza en la vida sobre la muerte. El encuentro suyo con Dios por Cristo, desde su propia vida, sus límites y sus posibilidades, le ha configurado como un hombre confiado y creyente en su modo de vivir, ser y relacionarse.
Nosotros somos testigos y hemos disfrutado de ese ambiente de confianza que generaba desde su propio interior iluminado en la mayor sencillez de lo diario. Quizá hemos vivido en algún momento de desconfianza propia esa bendición que Silvio relata de “la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta” que llegaba de la mano amiga y la comunidad necesaria. Y volver a creer y reanimarnos en el deseo de avanzar y vivir, aceptando nuestras propias increencias. Y en esto Ricardo siempre ha estado de fondo. El talante confiado se verificaba en la escucha atenta y tranquila, sin juicio, con serenidad para hacer el mejor eco y ayudar a ver la propia sanación. La cura que habita en el que se siente confuso y desorientado, en su propio interior y espíritu, comenzando siempre por la quietud de lo humano. El ayudaba a entrar en esa calma personal e íntima que sana cuando una persona se escucha a sí mismo, con menos ruidos y más compasión propia. Esa fe suya, esa confianza generada en nosotros y en muchos ya se ha ultimado y certificado en vida eterna. ¿Lo entendemos?
Nadie nos podrá quitar la confianza que hemos descubierto con él en el Padre compasivo y fiel, en el Cristo que nos hace creíbles, y que nos ha preparado para que otros puedan apoyarse en nosotros para salir de sus desconfianzas y volver a la verdadera fe de lo humano y de la comunidad. El poder de llegar a los que ya no se fían, para devolverles la fianza con nuestra confianza gratuita y verdadera hacia ellos. Esto ya es resurrección, ahí podremos seguir encontrándonos con el amigo ausente de un modo vivo. Hemos de volver una y otra vez, con alegría, al fiarnos, a la confianza, a la fe. Porque él ha sido uno más de la historia que ha creído en el Hijo y se ha hecho digno de fe con Él. Celebremos gloriosamente la relación creyente que hemos vivido con este hermano querido, inolvidable, para “recordar” siempre y no dejar que la tristeza nos gane, sólo permitir el dolor, humano y sanante, que purifica y acrisola y nos conduce a creer con más fuerza, porque la fe viene del corazón y no de la cabeza.
Creo en la Iglesia
Una fe que en él nunca dejó de ser eclesial, comunitaria, nunca quiso desvincularse de la institución por muchos interrogantes que esta le presentara. Obediente y fiel a lo verdadero al mismo tiempo, entregado a la diócesis en todo lo que se le pidió con dedicación seria y cuidada. Su concepción de la iglesia como sacramento de Cristo, pueblo de Dios, que camina por la historia con la fuerza del Espíritu, siendo no tanto objeto de la fe, como lo lugar desde y en el que se cree con el credo de la tradición apostólica y con la presencia actuante del resucitado. Iglesia, prolongación viva del camino, de la luz, de la vida en la que muchas personas de la historia se han encontrado con su evangelio de un modo explícito y se han sanado, iluminado, liberado, encontrado con el absoluto, llegando al brocal del sentido donde sólo se habla de vida. Y así ha sido con tantos: Simone Weil, Newman. Y no sólo con los que llegaron al conocimiento explícito de la persona con Cristo, sino también, en el desborde de la gracia divina, aquellos que tocaron anónimamente en su experiencia vital la esencia del amor y la belleza que justifican la esperanza más allá de la muerte como ocurrió a Víctor Frankl.
Cómo no recordar su estudio de Freud, su tesis doctoral, y ese título afirmativo de “teólogo negativo” para reconocer la religación del ser humano en la búsqueda de lo profundo de su psique, el yo profundo y mistérico. Todo un símbolo de como la Iglesia nunca ha de ser frontera y límites, sino lugar de encuentro y acogida, de camino compartido en sinodalidad con los hermanos creyentes y con toda la humanidad en la búsqueda de lo auténtico y lo verdadero, de lo bello y lo bueno, que es lo que realmente nos hace creíbles, hombres de fe, tanto a los religiosos como a los seculares agnósticos o ateos. La apertura radical a lo humano como el signo de una iglesia universal y católica, con identidad cristiana y verificación en el amor verdadero. Con qué claridad y convicción decía “creo en la Iglesia”, sin dogmatizarla sino viviéndola desde el amor y la tradición de un evangelio de Cristo transmitido, más allá de sus faltas y pecados. ¿No nos deja acaso la tarea de seguir construyendo y reconstruyendo la comunidad eclesial?
La esperanza como sueño y sentido
Esperar contra toda desesperanza, sabiendo en quién hemos puesto nuestra esperanza. Qué bien conocía nuestro párroco las promesas de Dios en el Antiguo Testamento, y el camino de las mismas para fundamentar la verdadera esperanza. El Dios que cumple lo que promete es el Dios de la esperanza, el que a través de las esperas sencillas de este mundo va generando una esperanza última, en la que ya no se ofrecen esperas relativas, sino que es el mismo Dios el que se promete y se da. Será en Cristo el cumplimiento de esa donación de esperanza, él viene con las señales del Reino: cura, sana, libera, perdona, anuncia buena noticia al pobre, resucita a los muertos… Genera una esperanza que, partiendo del dolor y la pobreza de lo humano, se convierte en la razón de sentido, en el mayor cuidado, dando testimonio de la misericordia y la compasión sin límites del Padre.
Lo que Álvaro en su escrito llama mística y tierra. No podemos negar que este pastor amigo ha encontrado la mística de la esperanza en los proyectos vivos de cada persona que se le ha acercado. Siempre se ha abierto esperanzado en la relación de lo humano, con la clave del cuidado y la ternura: a los mayores, matrimonios, jóvenes, niños, compañeros… en el templo, en el bar, en la residencia, en la calle, en la frutería…Cada vida la ha recibido y ha buscado lo mejor que la habitaba y desde ahí se ha relacionado. No ha habido lenguaje que no fuera curioso y enriquecedor para él, siempre había pregunta de discípulo interesado y entrañable. Tenía razones para la esperanza e intentaba darlas, no desesperó y fue capaz de dialogar, incluso disentir, sin romper la esperanza y la comunión de fondo. Se enfrentó con los presagios de lo negativo y del pesimismo, con los juicios de condena, con las acusaciones al mundo y a lo humano sin más. Consciente de las dificultades de lo social, lo económico, lo político, nunca arrojó la toalla de lo mejor por venir y del camino de lo posible para mejorarlo. Supo acompañar esperanzando procesos de dolor, enfermedad, muerte, separación, angustias, depresiones, y repitió evangélicamente que la última palabra será siempre de vida, la tiene Dios en Cristo. La última palabra siempre, siempre será resurrección y aleluya.
Ahora, cuando volvemos a Emaús, sin su presencia aparente, hemos de recordar su esperanza, porque el esperanzado en Cristo ha sido semilla de esperanza a su alrededor. La gente lo buscaba en su dolor y sufrimiento, en sus dudas, buscando razones para la esperanza y él hacía camino tranquilo y sereno con las personas hasta que la encontraban juntos y lo celebraba cómo si fuera él mismo el buscador de esas razones que ya tenía en su interior. Tenemos que seguir sentándonos a la mesa de la Eucaristía y comer el pan sintiendo su aliento de ánimo esperanzado, presente en el Cristo glorioso del pan recién partido. Cada Eucaristía, cada evangelio, cada Palabra, cada momento de comunidad, será un volver a encendernos en la esperanza compartida que él ya disfruta cumplida y plena. ¿Creéis que va a dejar de empujarnos a lo mejor, a la alegría, a la vida, a la plenitud? Ha ido a prepararnos sitio.
La caridad y el amor
¿Y el amor? Dios nos ha amado en Cristo, para siempre. Nada nos podrá separar de ese amor. Dios es amor y él nos amó primero. ¿Cuántas de sus homilías estaban traspasadas de esta verdad fundamental y casi única de nuestra fe? Yo creo que todas. ¿Quién nos condenará si Él nos ha salvado con su muerte en la cruz y con su resurrección? Vivir en esta confianza y en esta esperanza le ha configurado en el deseo de querer, de servir, pero de hacerlo con fundamento y sabiduría, trabajada día a día, hora a hora, un modo de amar con dos palos como la cruz.
Profesionalidad con la Palabra de Dios, en un ejercicio permanente y siempre inacabado de escudriñar los textos bíblicos para ser fiel al mensaje verdadero y no hacer ideología o creencias tamizadas o propias. Este deseo de fidelidad pudo a veces hacerle aparecer como rígido, muy del método, hasta con los horarios de dedicación a la preparación de textos y predicaciones, pero en realidad era un modo de amor profundo, de respeto al verbo encarnado y a la comunidad a quien tenía que darle el mejor alimento o, mejor dicho, la Palabra de Dios del mejor modo, para que el pueblo pudiera comerla desde la vida. Un amor cuidado al máximo y realizado desde la fe, pues somos testigos de que ha ido purificando su vida a la luz de la palabra.
El otro palo de la cruz, del misterio para configurarse con Cristo sacerdote en su ser ministerial queriendo ser para los hermanos, construir comunidad que cura, sana, libera, salva, acoge, alegra, celebra, acompaña, comparte, dialoga, forma, inicia, señala, profetiza… con todos, todos, todos. El amor que genera comunidad, así es el querer divino, Dios es comunidad, Cristo genera comunidad en torno al Reino, la Iglesia está llamada a ser comunidad en medio del mundo, fuente en la plaza para que todos puedan beber agua fresca en los estíos y los desiertos del vivir. No hay señal más clara de este amor ministerial vivido, como algo recibido de Dios y cuidado con mucha ternura, en la parroquia del Perpetuo Socorro. Ha sido amado, ha amado y ha ayudado a amar. Si en la fe hablábamos de que Jesús prefirió a los que habían perdido toda confianza, en la esperanza que optó por los desesperados, en el amor está claro que lo hizo por los que no se sentían amados y eran incapaces de amar a nadie. Él los amó y generó en ellos capacidad de amor. Este es el misterio de nuestra fe como proclamamos en la Eucaristía, el gesto de amor radical de vivir para los otros.
Ahora, cuando nuestro sacerdote ha acabado su caminar terreno, su ministerio en la historia, cuando la muerte ha certificado su identificación con Cristo en la cruz, ahora es el momento de recordar su amor vivido, su desgaste en medio del pueblo de Dios, con imperfecciones, pero deseando la compasión y la misericordia. Os lo digo yo que he caminado con él volando sobre océanos, para llegar a otras fronteras de tierra y de lo humano. Su pensar, sentir y actuar era el mismo de lo diario y de lo oculto, de lo profundo de una mística, hecha desde la tierra, con lo humano. En el amor no fue imparcial, fue parcial como Dios. Ahora seguro que será aún más universal y totalizante, en el Cristo glorioso y cósmico. No hay duda de que su desembarco no ha podido ser en otro lugar que a donde conducían los dones recibidos de la fe, la esperanza y la caridad. ¿No lleva el corazón lleno con una muchedumbre de nombres sin límites?
Ricardo: una luz que ilumina en la resurrección con Cristo
Dios se hizo don para él. Le dio la fe, la esperanza y la caridad y él no ha echado en saco roto la gracia divina, sino que se alimentado por estos dones. Se hizo creíble y generó confianza, esperó con todos y en todo y devolvió esperanza a quienes la habían perdido. Y sintiéndose amado por Dios, se deshizo en cuidados para amar e ir dando su vida en la vivencia de un ministerio eclesial sacerdotal, que realizó existencialmente amando y llenando su corazón de una muchedumbre de nombres. Seguro que con ellos habrá entrado glorioso en el corazón de la Trinidad, abriendo hueco para lo que nosotros creemos, esperamos y amamos.
Junto a Ricardo, ya glorioso, tenemos muchas razones para la esperanza y para hacer de este duelo un camino de gozo compartido en la mesa que nos impide volver tristes a Emaús, porque tenemos que seguir entre los hermanos con el calor encendido por los recuerdos de amor y palabra viva, de gestos de Reino imparable.
Permitidme una nota más simple y rutinaria de lo diario. Hace unos días vi la película de la “Sociedad de la nieve” y terminando esta reflexión se me venía a la imaginación dos detalles centrales de ese film. Uno, cuando van pasando entre los superviviente una nota escrita por un joven creyente que murió y los animaba a arriesgar y salir a buscar la ruta de salvación. Era un texto evangélico: “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. El otro detalle es cuando termina la obra y lo hacen con una invitación a la sociedad actual, a la humanidad, dando como criterio verdadero de vida el deseo de que todos nos cuidemos los unos a los otros. Tenemos tarea, repito la máxima de mi amigo: “La vulnerabilidad de la vida es su valor, el cuidado su tesoro”. Gracias Ricardo, no estás: aquí has resucitado con Cristo.