FRANCESC TORRALBA | Filósofo
Conformarse a lo que hay es empezar a morir. Mientras uno es capaz de indignarse, de discrepar, de imaginar que otro mundo es posible y de luchar por él, la historia está viva. El conformismo es el principio del final, la consecuencia de la deconstrucción de todos los sueños utópicos.
La ideología conformista expresa, por un lado, falta de solidaridad y, por otro, una actitud de huida de la oposición. También revela una escasa fe en la condición humana y en su capacidad para alterar el curso de los acontecimientos históricos. Conformarse es adaptarse a lo que hay, entendiendo que lo que hay no puede ser de otro modo. Es una especie de fatalismo metafísico que consiste en la negación de la voluntad humana, en su disolución en el devenir de la historia.
De esta ideología deriva una actitud tóxica y perjudicial, unas prácticas malsanas, pues consiste, esencialmente, en una actitud de obediencia y de resignación, en una pasividad que hace que la persona niegue su ser, su talento, su creatividad potencial, para perderse a sí misma, en vez de ser el autor de su vida, el señor de sus actos y de su existencia.
Aun cuando la actitud del conformismo no se convierta en un manifiesto rechazo violento, siempre indica una debilidad de la autodeterminación de la persona, de su capacidad de singularizarse en la historia.
El problema del conformismo no radica solamente en la sumisión a las pautas de la moda, del mercado o de la política de turno. Está en un plano más profundo y consiste en renunciar a buscar la propia realización, a autodeterminarse y a poseerse a sí mismo, en definitiva a participar activamente en la construcción de un modo mejor desde la propia singularidad.
El conformismo, en su modalidad más servil, se convierte en un rechazo a la participación. El conformista deja de participar política y socialmente en la construcción de un mundo mejor y se limita a quejarse. Critica a cuántos intentan edificar un escenario más justo y les califica de utópicos.
A la verdadera participación la sustituye una apariencia de participación, una obediencia superficial a los demás, en la que no se da convicción, ni compromiso auténtico. El conformista teme, como la peste, cualquier forma y modalidad de compromiso ya sea política, social o religiosa.
El conformismo se puede considerar una expresión del individualismo postmoderno; pues se convierte en una evasión de la comunidad y en una inmersión en la masa anónima. Este estado de cosas sólo puede tener efectos negativos en la sociedad.
El conformista se oculta tras una máscara de apariencias externas. El conformismo genera un mundo uniforme, gris, totalitario, donde nadie expresa lo que realmente desea o piensa y, sin embargo, por debajo de toda comunidad auténticamente humana existe una diferenciación latente que la comunidad intenta de encauzar creativamente.
La prevalencia del conformismo en nuestras sociedades no es, en ningún caso, una buena noticia. Las personas se adaptan a las exigencias del mercado, aceptan lo que hay, pero a regañadientes. Solo se quejan en el receptáculo de la cocina casera y cuando lo hacen públicamente sólo es para conseguir algunas ventajas inmediatas o para evitarse problemas.
Esta actitud obliga al ser humano a abandonar su aspiración a la realización en la acción junto a los demás. El conformismo priva a la persona de la característica de la participación activa en la sociedad y, por lo tanto, de realizarse auténticamente en la comunidad, de ser y actuar junto a los demás.
El conformismo es, en cualquier caso, fruto del cansancio y de la fatiga. Es lógico pensar que Sísifo, al final del relato recreado por Albert Camus, se fatigue, que cuando, por enésima vez, recoja la piedra y vuelva a trepar a la cima, experimente cansancio y se conforme a la situación.
Este cansancio, raíz del conformismo actual, es, precisamente, lo que el mundo no puede permitirse. Como sugiere inteligentemente Edmund Husserl, el mayor peligro que acecha a Europa en aquel entonces y ahora, es el cansancio, porque de él emana el conformismo, una verdadera ideología tóxica.
En el nº 2.924 de Vida Nueva.