Hace 30 años que hice mi primer maratón y ya llevaba algunos más corriendo. Desde entonces –cuando corríamos cuatro locos que casi nos teníamos que esconder y cuando llevar un cronómetro era algo exótico– hasta ahora, el correr me ha acompañado en todas las etapas de mi vida.
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En algunas con más ganas, más tiempo y más en forma, pero en otras con más pereza, con más kilos, con pequeñas lesiones o arañando algún rato al horario llenísimo de la jornada. Ya no me atrevo con el maratón (¡los 42 kilómetros imponen mucho respeto!), pero sigo haciendo carreras populares y alguna media de vez en cuando.
No cabe duda de que el correr (¡no hay necesidad de usar el neologismo ‘running’!) es una metáfora de la vida, incluso de la vida cristiana, como intuyeron san Pablo, san Ambrosio y las Actas de los mártires, en las que se les denomina alguna vez “atletas”. También lo es el caminar, el peregrinar y toda actividad que conlleve cierta resistencia… como la vida misma.
Escuela de vida
Por ello, además de metáfora, correr es una escuela de vida: nos enseña a seguir adelante en los malos momentos, a convivir con las lesiones del cuerpo y del alma, a ver al que corre a tu lado, no como un rival, sino como un compañero, a ser humildes en los momentos de euforia y tenaces en los momentos de desánimo, a ser muy conscientes de aquello que cantaba José Alfredo Jiménez, que “no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar”.
Porque, en el fondo, el correr, el seguir, el avanzar… conlleva la intuición o el deseo de que haya una meta y de que la carrera tenga un sentido, que aquello que se atribuye a Filípides (¡hemos vencido!) sea verdad.
Desde aquellas primeras carreras hasta hoy, el correr ha cambiado mucho: se ha masificado, se ha comercializado, se ha sofisticado y… ahora se llama running. No es (o no tiene por qué serlo) algo negativo, pero a veces parece que se ha perdido algo de la esencia de este deporte. Se nos ha olvidado que se trata de una actividad lúdica y se nos ha colado una cierta competitividad desenfocada, ignorando que el único rival en la carrera de fondo es uno mismo (las rutinas, las resistencias, los fantasmas, los desánimos…).