Jamás hubiéramos imaginado que los niveles de desconfianza, en los distintos ámbitos de la sociedad, iban a generar tanta desprolijidad y vergüenza de la cual nadie quiere hacerse cargo. Pacto, alianza, traición y supervivencia son ingredientes que no faltan en el seno de cualquier sociedad, gobierno e institución que busca autogobernarse o que lo dirijan unos pocos. Ante la situación actual que vive la sociedad, es difícil aceptar la crisis de confianza que invade todos los planos de la vida e incluso el de la fe.
Vemos por televisión o escuchamos por radio que quienes deben estar encarcelados no lo están, los que cometieron fraudes o estafas no son sancionados porque no encuentran pruebas suficientes para probar el delito; los que se enriquecieron ilícitamente pudieron trasparentar su patrimonio en tiempo y forma antes de ser imputados; los que mataron sabiendo lo que hacían alegaron “emoción violenta” y no fueron sentenciados. Es decir, hay una justificación para todo, y todo es por una justa razón. Frente a estas irregularidades e impunidad, la sociedad se pregunta: ¿es normal que, en una época de paz y estabilidad sociopolítica, los hombres desconfíen unos de otros? ¿Existen factores psicológicos o sociales que potencien de alguna manera la desconfianza? ¿Por qué la desconfianza pasó a ser parte de nuestra cultura?
Por lo general, las situaciones de desconfianza se originan debido a que no hay constancia en los valores fundamentales: fidelidad, verdad, amistad, transparencia, etcétera. Ciertas circunstancias y sistemas sociales favorecen estos contextos para que vivamos dudando unos de otros. En la Francia del siglo XVIII, el pueblo, cansado de los excesos de la monarquía y de la burguesía, gritó: “libertad, igualdad y fraternidad”, porque la pobreza y la precariedad que padecía era insostenible. Además, los altos niveles de hambruna de entonces produjeron la muerte de muchas personas.
La libertad como valor
En este aspecto, hay que considerar que, cuando algo amenaza la integridad del hombre, el medio físico social o espiritual le puede resultar hostil. Desconfiamos siempre cuando percibimos el miedo. Sobre todo, cuando algo malo nos puede ocurrir o aquello que nos pertenece se nos quita. Lastimosamente, lo “malo” sucede cuando las situaciones no son las más idóneas para que podamos desarrollarnos y comportarnos normalmente, es decir, con “libertad”. Y en ese sentido, la libertad es un valor que nos ayuda a no sentir el miedo que ocasiona desconfianza. Pero los hombres libres, ¿no desconfían? Sí, lo hacen, pero es una desconfianza cualitativa y cuantitativamente diferente. Así fue la vida de aquellas personas que se dieron o dedicaron su tiempo en pos de un objetivo concreto, como la Madre Teresa de Calcuta, el padre Alberto Hurtado o el mismo Jesús. Aunque tuvieron miedo, no dejaron de amar y confiaron.
La ausencia de libertad provoca el aumento proporcional de la desconfianza. Cuanta mayor desconfianza interpersonal en un grupo o sociedad, menor nivel de libertad. Más de alguna vez, hemos escuchado esto de la “doble intención”. Es frecuente ver, en los ámbitos laborales, los negocios, los centros de estudio, las amistades y las parejas, cómo las personas condicionan sus relaciones porque sospechan de una doble intención en los otros. Mantienen una distancia como si trataran de proteger algo y por hacerlo no llegan a darse íntegramente. Como que siempre nos protegemos del prójimo porque pensamos que en cualquier momento nos dañará.
Hoy en día, asumimos la desconfianza como algo completamente normal. Son muchas las personas “previsoras” que ponen sus propiedades personales a nombre de terceros para evitar litigios engorrosos. Esta suspicacia es dolorosamente frecuente también en quienes, de alguna manera, tratan de expresar sus opiniones, sus intenciones y sus proyectos. No es raro escuchar a personas comprometidas, distinguidas e inteligentes hablar, de forma directa o a través de insinuaciones, sobre las dudosas actitudes o acciones de otros. Asimismo, en honor a los aparatos de la inteligencia política, son muy pocos los que tienen derecho a lo que se conoce como “información clasificada”. Como resultado de esta práctica, personas y grupos son marginados categóricamente de eventos e informaciones que sirven para robustecer los principios de buena convivencia y del bien común.
Esta cultura ha alcanzado dimensiones extraordinarias dentro de nuestra sociedad. Hacemos juicios anticipados sin contar con pruebas contundentes de lo que decimos o, al revés, las pruebas que presentamos no son suficientes para demostrar la maldad del prójimo. Pero tampoco se puede ser ingenuo. No vivimos rodeados de ángeles. En nuestro entorno, pulula la gente oportunista e individualista que de todo pretende sacar un beneficio. Sin embargo, las “excepciones” gracias a Dios todavía subsisten. Mientras las haya se puede pensar que la transparencia es la cura contra toda desconfianza. Si lo que hacemos es bueno, no tenemos nada que esconder. Si lo que buscamos es el mejoramiento de la sociedad, de la familia, de las personas, no es malo que se haga público. Tan público como los gestos de Jesús, que, como un referente genuino, convincente, líder y trasparente, nos propone asumir sus “palabras y gestos” como un gran tesoro para transmitir, a las generaciones futuras, que es posible ser honesto y trasparente, aunque parezca imposible. Sin duda que como creyentes aún podemos alzar la bandera de la bendita “transparencia y confianza” para comprender que no hay mejor ganancia en la vida cuando a esta la antecede el escudo de la “dignidad” de las cosas bien adquiridas. Por eso, es necesario dejar los nuestros juicios prematuros de lado y aprender a discernir cómo el Señor, aun en los momentos de traición de los suyos, supo mantenerse firme con la misma “dignidad y confianza” con que inició su vida pública.