Quiero comenzar esta reflexión breve con una anécdota que se cuenta sobre el prócer puertorriqueño Luis Muñoz Rivera, hijo de mi natal Barranquitas. El relato dice que cuando era muchacho, su padre le había estado enseñando el trabajo del negocio familiar y que, cuando estuvo listo y le dio su primer salario, le ordenó que, como cosa suya, le regalara todo el dinero a su hermanita. El pequeño Luis cumplió el mandato y su padre le regaló después todo el dinero, es decir, se lo repuso. ¡Qué enseñanza magna! Fue un aprendizaje sobre generosidad que podría durarle toda la vida.
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Enseñar a los hijos a desprenderse de lo que tienen en favor de otros les ayuda a que “templen su carácter”, a que vayan aprendiendo lo que podríamos denominar “responsabilidad social”. El dinero que gano con sudor y sacrificio no es riqueza para que me la quede, es un “tesoro para todos” a los que puedo ayudar. Tengo derecho a procurar el “pan mío”, pero de poco vale si yo me alimento y los demás siguen hambrientos. Mejor luchar por el “pan nuestro”. Ese maravilloso “pan nuestro de cada día”.
Me parece que una de las tareas, de rango teológico, de la Iglesia como Madre y Maestra es enseñar a los feligreses a lidiar bien con una experiencia tan común como el “roce del amor”. Ese fenómeno es como el viento. Sabemos de su soplo porque lo sentimos al rozarnos la piel, nos provoca una sensación. Por eso hablamos de que sentimos el amor, que nos sentimos enamorados. El amor nos activa la sensibilidad con tan sólo rozarnos la piel.
Cultura del egoísmo
Como todo ser vivo, el ser humano gusta de mantener contacto con aquello que le hace sentir placer y nada es tan placentero como el roce del verdadero amor.
Pero de la misma manera que el viento es mucho más que la sensación que sentimos cuando nos toca, el amor fluye a través de todas las cosas. ¿Qué hacer cuando sentimos su roce? Son demasiados los casos que terminan en desgracia porque las personas reaccionan con egoísmo ante la llegada de esa brisa suave o ese impacto como de huracán.
Los seres humanos, como criaturas de Dios, estamos llamados a ser conductores -como en la electricidad- de esa fuerza inmensa del amor. Si dicen que hay seis mil millones o mas de seres humanos sobre la tierra, tenemos entonces seis mil millones o más de conductores capaces de difundir amor. ¿Por qué entonces tantos problemas sociales que quedan sin resolver o que cada día se agravan?
Los imperios y la “cultura del egoísmo y la muerte” no ayudan mucho a difundir el aprendizaje de que lo importante de producir mucho es ayudarnos mucho unos a otros, que lo importante de sentir el amor es ponerlo al servicio de la humanidad.
Podemos esforzarnos en producir tratados teológicos o filosóficos, pero servirán de muy poco si no tenemos como norte que donde más vale atesorar es en el reino tan sencillo de amarnos unos a otros, es decir, en ayudar a construir el Reino de Dios que es paz, justicia y amor.
Quienes han visto la agonía y la muerte de un ser querido, quienes han clamado por liberar a su pueblo mientras campean los opresores, conocen la experiencia de eso que podemos llamar el silencio de Dios. Los esfuerzos y los rezos no parecen llegar, el llanto se seca y se agotan las fuerzas para luchar, mientras un dolor profundo se mezcla con resentimientos y frustraciones. Sin embargo, debemos estar aquí resistiendo de pie con un “amor que es más fuerte”… que el resentimiento y la frustración. Construyamos proyectos de amor familiar, comunitario y humanidad que sean reflejo de gran amor que el Padre nos regala.