Tribuna

Cuaresma de los amores

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“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado su Hijo al mundo para juzgar el mundo, sino para que mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).



Gracias a las cosas del calendario lunar, que entre otras cosas usamos para fijar la Semana Santa, este año tenemos que el Miércoles de Ceniza se conmemora el 14 de febrero, el mismo día en que se recuerda a san Valentín, en el día del amor que, según el santoral católico, es el patrono de los enamorados.

Esa feliz coincidencia nos provee un buen espacio para una reflexión especial sobre el camino hacia el “Calvario” y, más importante, el camino hacia la gran fiesta de la “Resurrección” del Señor. Pasa por las penas y los dolores, pero su objetivo no debe ser arrastrarnos cargados de angustias y pesares, sino mover nuestro espíritu a mirar la luz de la Redención. De la misma manera que la Luna pasa la noche en vela esperando por el esplendor del Sol del amanecer, igual que la oruga un día se transformará en mariposa, nos la pasamos muriendo, pero en la certeza de que llegará el día en que llegaremos a desplegar hermosas alas en la magna primavera de gozar la promesa de la vida eterna.

Luz Capilla

Un soldado romano

Las leyendas cuentan que, en los tiempos convulsos del siglo III, el emperador romano dispuso que los soldados profesionales no podían casarse, porque presumía que estarían más pendientes de cuidar de sus familias que de hacer la guerra. San Valentín retó la orden imperial y casaba a los soldados enamorados con las muchachas que les correspondían. Fue atrapado, flagelado, decapitado y sus restos enterrados en secreto. El emperador quería sangre de víctimas de las botas militares conquistadoras que rendían culto a la muerte; Valentín la sangre dadora de vida, la de las conquistas enamoradas que “sembraban porvenir”.

Enamorarse podrá comenzar por la atracción que se siente ante la imagen de la otra persona, pero no se puede quedar ahí. Buscar unirse al ser amado implica entrar en un camino de mucho dolor. El camino de la vida plena compartido con otra persona es un acompañamiento a lo largo de las cosas que suceden. Es darlo todo, todo. El pan suficiente para uno, tiene que multiplicarse. El hambre de amar llena el plato, aunque no haya más comida. Ahí es muy fácil de comprender que “no sólo de pan es que se vive”.
De nada me sirven las riquezas ni todo el poder del mundo, en nada benefician los triunfos y los honores si no son de los dos, y, de muy poco sirven dos si no se hacen Uno, si no logran ser mucho más que dos. El amor nos lleva a soportar el mal, pero “siendo cómplices del bien”. El egoísmo arranca, el amor siembra. El egoísmo busca la venganza, el amor reparte el perdón. Cuando nos enamoramos, tenemos la experiencia de un destello que nos hace un poco más comprensible el enamoramiento de Dios, porque “tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único” por nosotros.

“Regresemos al primer amor”

Nuestra Iglesia sinodal desde su nacimiento ha vivido enamorada del Dios que se entregó por amor a la humanidad.  Esa es la razón primaria por la que “es” y “genera” comunión de vida desde la cual puede ejercer autoridad, servicio y solidaridad.  De manera, que cuando eso no sucede, sabemos que todo lo que está fuera del amor, no tiene autoridad.  Continuemos abrazando el amor para ser, pensar y actuar con la misma autoridad  que el maestro dio testimonio.

San Valentín supo ser cómplice del amor, supo sufrir y morir por esa misión. Así emuló el magno sacrificio del Hijo de Dios. ¡Que así viva la Iglesia! Pensemos en esta cuaresma lo mucho y bueno que es aprender a amarnos, por más que tengamos que sacrificarnos. No perdamos la esperanza de que abriremos las alas para celebrar cuando llegue la primavera celestial, ¡la plenitud de vida! 

Que esta cuaresma y Semana Santa nos haga más conscientes del camino hacia la plenitud.