Tribuna

Cuatro momentos con Romero

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Montevideo, 1980

Hace 35 años, en febrero de 1980, hice mi ingreso al Seminario Interdiocesano Cristo Rey, en Montevideo. El lunes 24 de marzo de ese mismo año, en mi agenda de aquellos tiempos está anotado simplemente “19:30 Misa Catedral”. La Catedral de Montevideo, desde luego. ¿Por qué el Seminario participaba en esa Misa? No lo recuerdo. Sin embargo, ese día, hacia las 21:25 de Uruguay (18:25 en El Salvador), una bala terminaba con la vida de Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador. Romero había iniciado su última Eucaristía, que quedaría inconclusa, a las 17:30. Después de la homilía se dirigió al altar para hacer la ofrenda, sin saber que la ofrenda que allí realizaría sería la definitiva, la de su propia vida. Sobre el altar quedaron el cáliz y la patena sin descubrir, tal como habían quedado preparados para ese momento.

No recuerdo cómo nos fuimos enterando de lo sucedido. El país estaba en dictadura. La información no era tan accesible ni fluida como hoy. Se supo entonces, se sabe bien hoy, que, en la Misa del domingo precedente, en su homilía, Romero había pedido con fuerza e insistencia el cese de la represión contra el pueblo salvadoreño:

“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios.

Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.

Lyon, 1990

En el año 1990, joven sacerdote, llegué a Lyon, Francia, enviado por mi obispo para hacer mi Licenciatura en Teología. Algunos estudiantes latinoamericanos nos fuimos encontrando y conociendo y formamos la CELAM (Comunidad de Estudiantes Latinoamericanos). Entre ellos había un salvadoreño, Javier, llegado a Francia como refugiado y estudiante de Psicología. Él me prestó un libro que era su tesoro: ‘El Diario de Mons. Romero’.

No se trata de un escrito íntimo; ni siquiera fue escrito. Se trata de una serie de grabaciones que él mismo fue haciendo, entre el 31 de marzo de 1978 y el 20 de marzo de 1980, cuatro días antes de su muerte. De esta manera quiso dejar un testimonio de su actividad pública como arzobispo, en los tormentosos tiempos en los que le tocó vivir.

Aun así, ese diario me abrió el corazón de pastor de Romero. Allí aparece la realidad de su lema ‘Sentir con la Iglesia’. Su manera de sentir con la Iglesia está muy lejos de la “autorreferencialidad” contra la que ha hablado el papa Francisco. Para Romero, la Iglesia existe para servir. Es la prolongación de Cristo “que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate por muchos”. Allí aparece el servicio a su pueblo, defendiendo su vida y su dignidad. Y para eso, el diálogo, la apertura, en aquellas difíciles condiciones de violencia.

Pasan por las páginas del diario sus encuentros con representantes de las más diversas fuerzas y tendencias. La política lo invade todo y, sin embargo, él habla desde el Evangelio, desde la identidad eclesial, buscando que no se entreveren las cosas, que no se manipulen sus palabras. Recibe ataques de todas partes, incluso de sus propios hermanos obispos que lo acusan de “comunista” y lo denuncian a Roma. Su encuentro con Juan Pablo II será difícil y doloroso. Después de su muerte, el Papa comprenderá la verdadera dimensión de la vida y de las opciones de Romero y dos veces rezará arrodillado frente a su tumba.

Pero aparece también en el diario la vida cotidiana de un obispo que pastorea su diócesis. Sus encuentros con los sacerdotes, tanto sus diocesanos como los jesuitas que fueron muy cercanos a él. Las religiosas, los catequistas, los miembros de Cáritas, los educadores católicos, los laicos de las comunidades de base y de los distintos movimientos. La Renovación Carismática, los Cursillos de Cristiandad, los sacerdotes del Opus Dei. Para cada uno tiene una palabra de aliento y la recomendación de seguir las orientaciones diocesanas.

Deja constancia del cuidado de su salud, sus visitas al médico, al psicólogo… Su martirio se va dibujando sobre todo en el sufrimiento por su pueblo, el asesinato de campesinos… ¡y de sacerdotes! por las divisiones de la Iglesia, por las persecuciones e incomprensiones. Anoto un pasaje muy expresivo de esa tensión constante que él vive de anunciar el Evangelio en un contexto de lucha política violenta, buscando iluminar desde la Palabra de Dios esa dura realidad:

“(…) ojalá nosotros, agentes de pastoral, teniendo toda una teología, toda una tradición de la naturaleza, misión y vida de la Iglesia, tomemos cada día más conciencia y sepamos expresarla no solo para explicar lo que es la Iglesia, sino para vivirla con verdadera identidad de Iglesia, sin salirnos de nuestra línea eclesial, desde la cual podemos hacer tanto bien a las mismas realidades políticas, pero en la medida en que seamos auténticamente la Iglesia de Jesucristo.

(…) estos hombres de las organizaciones [sociales y políticas] se muestran tan entregados al trabajo liberador del pueblo y que eso lo comprendemos plenamente, pero nos aflige el pensar que esta lucha es solamente inmanente, solo de las esclavitudes y realidades terrenales, políticas, económicas, etc., que todo eso lo podemos comprender y ser solidarios con esos esfuerzos liberadores, pero desde nuestra perspectiva que es mucho más completa, porque arranca de la liberación del pecado y promueve al hombre hasta la dignidad de hijo de Dios, heredero de la eternidad de Dios y, por eso, estamos más capacitados para comprender las liberaciones de la tierra y orientarlas a la gran liberación de Cristo”.

San Salvador, 2015

Desde el 13 al 15 de enero de ese año estuve en El Salvador. En la noche del 13 cené con los obispos y algunos miembros de la Suprema Corte de Justicia de El Salvador, que habían estado reunidos con los pastores para buscar soluciones a los problemas de violencia. Uno de estos doctores había sido un joven abogado en los ’80. Como tal había actuado en el Socorro Jurídico de la arquidiócesis de San Salvador. Fue un hombre muy cercano a Romero, y le tocó estar presente durante la autopsia. Nos compartió su relato de aquellos momentos y sus sentimientos, tan vivos después de tantos años.

El 14 pude visitar la tumba de Romero en la catedral y la capilla del Hospital de la Divina Providencia, donde fue asesinado. En esos dos lugares recé un largo rato por nuestros pueblos y nuestra Iglesia de América Latina. Cerca de la capilla está la pequeña casita donde él vivía, convertida hoy en un museo que alberga sus pocas pertenencias. Allí pueden verse las fotos que tomó un periodista en el momento inmediato al asesinato.

El recuerdo de Romero está muy presente en El Salvador de hoy, con la categoría de un héroe nacional, de un Artigas para nosotros. El aeropuerto de San Salvador lleva su nombre, así como una de las grandes avenidas de la ciudad. El sello que Migración coloca en mi pasaporte tiene también su nombre –por el aeropuerto– y su rostro.

Diez días antes de mi llegada, el 3 de febrero, la Congregación para las Causas de los Santos había promulgado el decreto por el que se reconoce la muerte de Romero como martirio, “por odio a la fe”. El 23 de mayo, víspera de Pentecostés, fue beatificado en San Salvador.

Roma, 2018

El domingo 14 de octubre Romero fue agregado al “Catálogo” de los santos en una ceremonia presidida por el papa Francisco, ante una Plaza de San Pedro colmada de gente. Otros seis beatos fueron canonizados, entre ellos el Papa Pablo VI, en quien Romero encontró consejo y apoyo. Miles de salvadoreños llegaron de El Salvador y de los Estados Unidos, donde la colonia salvadoreña es muy numerosa. El día fue espléndido, con cielo despejado y un sol que se fue haciendo sentir, aunque ya no con la fuerza del verano. El otoño está entrando.

La liturgia fue, como es normal, romana. La presentación de la semblanza de cada santo por el cardenal Becciu y la homilía de Francisco en italiano; las lecturas y oraciones de los fieles en distintas lenguas; el evangelio leído en latín y cantado en griego y todo el ordinario de la Misa en latín. Todo perfectamente sincronizado. Cada tanto, yo miraba la imagen de Romero, cercana a la de Pablo VI, en la facha de San Pedro. Su rostro sereno, levemente sonriente, trasmitía una profunda paz. Ya no es solo el mártir de El Salvador, de la América Latina. Es un santo para toda la Iglesia.

Francisco lo recordó de esta manera: “Monseñor Romero, quien dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos”.

+ Heriberto A. Bodeant, Obispo de Melo, Uruguay