GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
Cuando Baal Shemtov, fundador de la tradición judía mística mitteleuropea conocida como “jasidística” (la de los “píos”), debía afrontar una misión difícil se retiraba en los bosques y celebraba un rito de invocación para afrontarla. Cuando su sucesor, una generación después, se encontraba en la misma situación, iba al mismo lugar del bosque, pero rezaba en silencio, pues estaban prohibidos los ritos judíos. Una generación más tarde, cuando otro maestro estaba frente a una tarea ardua, se quedaba sentado en su casa diciendo: “Ya no podemos celebrar nuestros ritos, no podemos ir al bosque a rezar, pero podemos contar la historia de todo aquello”. La pura y sencilla historia tenía la misma eficacia para resolver aquella dificultad.
Hemos resumido un texto mucho más amplio evocado por Gershom Scholem en Las grandes tendencias de la mística judía (Siruela). Resulta esclarecedor para exaltar la eficaz función creadora, osaríamos a decir incluso “sacramental”, de la historia. No por nada la Misa tiene en su corazón el llamado “canon”, que comprende la narración evangélica de la Última Cena. Así se consigue la presencia real de Cristo en la asamblea litúrgica bajo los símbolos del pan y del vino. En el rito y en otras situaciones de alto perfil, narrar no es solo recordar, sino también generar una especie de renacimiento.
Narrar es el acto en que se exalta la magia de la palabra, su capacidad no solo informativa, sino también formativa, es decir, su eficacia transformadora y liberadora. Si se infringe la confianza que te hace depositar tu secreto en la otra persona, el aislamiento acecha, el autismo espiritual te encierra en una celda. “Cuando la lengua se corrompe, la gente pierde confianza en lo que siente y esto genera violencia”, escribía un maestro de la palabra auténtica, el poeta Auden. La historia es, por tanto, un acto de confianza y la escucha partícipe, un acto de amor. Es un “camino hacia el sentido” que descubres desenmarañando tanto los hilos de tu historia como creando un acontecimiento ejemplar, aunque sea ficticio. Acertaba Italo Calvino cuando, en Cuentos populares italianos (Siruela), afirmaba que los cuentos son, es verdad, fruto de la fantasía, pero también son verdaderos, reales hasta ser realistas.
La eficacia de la narración es evidente en la oración. En ella, la invocación a la escucha del propio drama contiene en sí la certeza de acceder a lo divino. Hay un aspecto terapéutico en narrar las propias experiencias o ansias, como enseña no solo la súplica orante, sino también el psicoanálisis y hasta la “medicina narrativa”. También los cuentos infantiles tienen un efecto psicológico benéfico. Contar historias incluso salva la vida, como enseña Las mil y una noches, en las que Sherezade sobrevive a la pena capital ensortijando un collar infinito de historias. Podemos decir, en síntesis, que todas las autobiografías, desde Las confesiones de san Agustín hasta En busca del tiempo perdido y los diarios personales, son una celebración de la función liberadora o pedagógica de narrar. De hecho, el propio Marcel Proust comparaba esta obra con una “lente de aumento” ofrecida a los lectores como “el medio para leer en sí mismos”. Después de todo, Flaubert estaba convencido de que “toda vida merece una novela”.
Es fácil comprender por qué nació una teología y una exégesis “narrativa”. No se debe solo al hecho de que, siendo la Biblia una revelación de Dios, se postule la historia como un medio revelador, por no hablar del uso de la ficción parabólica en páginas de tanta eficacia que han generado un inmenso repertorio artístico. Hay algo más. El “memorial” bíblico no es simple conmemoración, sino un evento salvífico permanente, porque en él custodia una intervención divina que es eterna y, por tanto, puede atravesar la tridimensionalidad del tiempo, irradiándola. Por eso, cuando el sacerdote narra la Última Cena en la celebración eucarística, hace presente a Cristo vivo, de quien pronuncia sus eficaces palabras en primera persona: “Este es mi Cuerpo. Este es el cáliz de mi Sangre”.
En el nº 2.929 de Vida Nueva
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