JAVIER ÁLVAREZ-OSSORIO | Superior general de los Hermanos SSCC
“Esta ola de entusiasmo suscitada por su llegada me hace pensar que en el corazón de todos, creyentes o no, anida una nostalgia de amor sin complicaciones, de Evangelio sin glosa, de comunión sin disfraces. Si fuera posible vivir eso y solo eso…”.
Santidad:
Me han pedido que le mande una carta. Me resisto a hacerlo. Dicen que debo dar mi opinión sobre el ministerio que le toca ahora realizar. ¡Qué disparate! ¿Quién soy yo para aconsejarle? He pedido ayuda a mis hermanos de Congregación, que me dieran sugerencias. Le cuento ahora lo que me han dicho. Los comentarios son muy elogiosos. Espero no herir su humildad.
Casi todos están entusiasmados con sus gestos y sus palabras. Algunos hablan de un milagro que aún no se acaban de creer. De repente, la Iglesia se aleja de esa pomposidad que nos resulta hoy ridícula y toma un rostro afable, simpático, cordial, sencillo, de andar por casa. “Parece un cura de pueblo”, me decía uno.
Sus gestos valen más que mil palabras. Se para en el hotel a pagar la cuenta, se baja del papamóvil a abrazar a un enfermo, lava los pies de una muchacha musulmana, ora en silencio por los periodistas para respetar la sensibilidad de los que no son creyentes, se queda a vivir en la hospedería del Vaticano y hace la cola para que le sirvan el
almuerzo…
Y sus palabras… Directas, al corazón, repitiendo machaconamente la verdad de la misericordia de Dios, citando a su abuelita… Palabras claras y desmelenadas cuando se trata de defender a los pequeños, de pedir una Iglesia de los pobres que sale a las periferias, de denunciar el desastre de la idolatría del dinero. “Si le borran la firma a algunos de sus mensajes, se diría que se trata de la proclama de un activista revolucionario”, comentaban el otro día unos compañeros superiores generales.
Y hacia dentro, caramba: nos zamarrea usted bien a los del gremio clerical, parando los pies a los arribistas, a los que flirtean con el poder y a los que olvidan que toda responsabilidad es un servicio y nada más que servicio.
Dicen que usted ya era así en Buenos Aires. No se trata ahora de una operación de imagen estudiada. Usted actúa como es, libre, sin comedias. Y eso, en la cumbre de la jerarquía, es fantástico.
Esta ola de entusiasmo suscitada por su llegada me hace pensar que en el corazón de todos, creyentes o no, anida una nostalgia de amor sin complicaciones, de Evangelio sin glosa, de comunión sin disfraces. Si fuera posible vivir eso y solo eso…
Advierto a mis hermanos que no es justo
cargar sobre su persona el peso de expectativas desmesuradas,
como si dependiera del papa el alivio de
las frustraciones que podamos tener respecto a la Iglesia.
El Cuerpo de Cristo lo formamos todos.
En muchos se renueva la esperanza de una Iglesia más sencilla y liberada de intereses ajenos al Espíritu del Señor. Aunque algunos me comentan también sus dudas: ¿podrá traducirse este estilo personal de Francisco en cambios profundos y estructurales en la Iglesia? ¿Cambiará algo significativo en las maneras de hacer las cosas, en la organización del “gobierno” de la Iglesia, en el estilo de relacionarnos con el mundo? ¿Se podrá meter mano a esas cuestiones que parecen intocables pero que nos tienen incómodos a tantos creyentes?
Permítame añadir otra pregunta, y no me lo tome a mal, por favor: ¿cómo es posible que baste el estilo propio de una sola persona para que cambie tan drásticamente la imagen de la Iglesia? ¿No somos más de mil millones los católicos? Somos tan buenos y tan malos como lo éramos ayer. Santidad, su llegada es una bendición, sin duda. Pero, como usted mismo dice, usted es (solamente) el obispo de Roma, mientras que la Iglesia es una realidad muchísimo más grande.
Se diría que la institución del papado se ha inflado hasta convertirse en un monstruo. La Iglesia como comunidad espiritual y fraterna queda en la sombra, apareciendo más bien como una rígida monarquía piramidal en la que casi todo depende de uno solo. ¿Podrá cambiarse algún día ese imaginario colectivo?
Por mi parte, advierto a mis hermanos que no es justo cargar sobre su persona el peso de expectativas desmesuradas, como si dependiera del papa el alivio de las frustraciones que podamos tener respecto a la Iglesia. El Cuerpo de Cristo lo formamos todos. Hasta el miembro más pequeño y escondido es beneficiario y responsable del misterio de la Iglesia. La imagen pública de un personaje siempre será frágil, expuesta a las manipulaciones de los medios de comunicación y al capricho de sentimientos superficiales. Entre la aclamación del Domingo de Ramos y la condena popular del Viernes Santo hay apenas cuatro días. Todo es vano y pasajero si no se enraíza en una mirada al corazón de las cosas, ¿no le parece?
Me han dicho que le diga muchas más cosas, pero no le voy a cansar. Bastante tiene usted con todo lo que debe atender cada día. En realidad, solo quería decirle una cosa, de corazón: “Gracias, papa Francisco; rezamos con afecto por usted, cuente con nosotros”.
Un abrazo
En el nº 2.852 de Vida Nueva.