Tribuna

De la desesperanza a la esperanza

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Soy la menor de ocho hermanos, madre de tres hijos excepcionales y abuela de una bebé preciosa que pronto tendrá una hermanita. Me casé con el hombre que me tenía que casar, Ignacio, porque estábamos hechos el uno para el otro. Sé que Dios escribió nuestra historia de amor, así que solo a Él puedo darle gracias por los 27 años que hemos estado juntos.



Hace cinco años, Ignacio falleció en un trágico accidente laboral. Una muerte violenta, sin despedida. Mi tabla de salvación fue hacer un retiro espiritual a los dos meses de la muerte de Ignacio. Emaús, organizado por laicas y para laicas, fue clave. Tuve un encuentro cara a cara con Dios que transformó mi vida por completo. En solo 48 horas, pasé de la más absoluta desolación a la total consolación.

“Esperanza”

Durante esos dos meses previos al retiro, la psicóloga me pedía finalizar cada sesión con una palabra. Yo decía: “Miedo, vacío, desesperanza, desamparo, soledad, abandono”. Pero, cuando volví tras Emaús, nada más verme, me dijo: “Eva, estabas muerta y has resucitado”. Salía rebosante del amor de Dios y con la más absoluta certeza de que Ignacio estaba vivo. Ese día, mi palabra fue “esperanza”.

Pero la herida seguía abierta y me dolía físicamente el alma. Procuraba estar activa 16 horas al día, aunque, cuando paraba, me encontraba de nuevo con mi realidad. A los dos años, a la vuelta de un viaje a Tierra Santa, llamé al párroco de San Carlos Borromeo, en Villanueva de la Cañada. Pedí ayuda al padre Gonzalo Pérez-Bocherini porque me di cuenta de que, por muchas cosas que hiciese para fortalecer mi fe y colaborar en todo lo que pudiese con mi parroquia, realmente no estaba haciendo el duelo.

manos

Proceso sin cerrar

Yo “estaba” de duelo, de una manera pasiva, pero sin “hacer” el duelo. Eso conlleva estar delante de tu dolor y confrontarlo. El duelo que no sana es el que no se trabaja. Cada uno tiene su proceso. Estaba tan arropada que, aunque desgarrada de dolor, no empecé el mío hasta el segundo año, cuando algunos me fueron soltando de la mano para que caminase sola. Aun así, para mí era una sorpresa saberme bendecida con el don de fortaleza, pues, antes de su muerte, sentía que “no soportaría la vida sin él”. Esta fuerza he sabido desde el primer momento que me venía del cielo.

Ignacio y yo nos queríamos mucho. Después de pasar algunas desavenencias, como pasan los matrimonios, sentía que el nuestro era perfecto, aun con sus imperfecciones. Antes de su fallecimiento estábamos pasando una etapa muy buena en todos los sentidos. Esa estabilidad se la trasmitíamos a los niños. En casa había amor, paz y armonía, y yo daba gracias a Dios cada día. Rezaba muchísimo y no entendía por qué tenía esa necesidad tan grande. Más tarde entendí que Dios nos estaba preparando para la debacle.

Un plan perfecto, pero que no entendemos

Siento que esta vida es un paso y que la verdadera vida es donde están los que nos han dejado. Ahora también lo experimento con el método del padre Mateo Bautista. Como coordinadora del Grupo Resurrección, mi mayor reto es que los dolientes descubran que Dios es real y que comprendan que nuestro ser querido es parte de su plan perfecto, que nosotros aquí no entendemos. Una vez que abren su corazón, entra Dios a chorro y van pasando de la desesperanza a la esperanza.

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