La próxima reforma de la Curia vaticana (constitución apostólica ‘Praedicate Evangelium’) me ha recordado la clave con la que leí la anterior, ‘Pastor Bonus’, publicada por Juan Pablo II en 1988. Pesaban en mí dos asuntos, referidos, el primero de ellos, a los movimientos que, abanderados en el tiempo conciliar por una minoría aguerrida y no dispuesta a despojarse de la concepción absolutista del gobierno eclesial, arrancó de Pablo VI la famosa Nota explicativa previa que se adjunta al final de la constitución dogmática sobre la Iglesia, ‘Lumen gentium’.
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- A FONDO: El último escollo para aprobar la constitución apostólica: la Curia, ¿al servicio del Papa o de la Iglesia?
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Según la misma, el Papa puede gobernar la Iglesia “siguiendo su propio criterio” (propia ‘discretio’) y “como le parezca” (‘ad placitum’). Nada que ver, me dije, con lo aprobado en el aula conciliar: la “potestad suprema sobre la Iglesia universal” es de todo el colegio episcopal con el Papa (LG 22).
Y, el segundo, que la mencionada minoría conciliar se estaba encargando de lo que ya se evidenciaba como una (im)posible recepción de lo aprobado en el Concilio. Es lo que se podía apreciar en las complicadas (por no decir tormentosas) relaciones de la Curia vaticana con la Iglesia alemana o, incluso, con la española (recuérdese la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes de 1971). Pero, sobre todo, con la estadounidense, las latinoamericanas y, de manera particular, con la holandesa. La Curia, con Juan Pablo II, defendía, a capa y espada, la eclesiología de la famosa Nota previa, por encima de la aprobada en la ‘Lumen gentium’.
La lectura de Pastor Bonus me dejó un extraño sabor, a la vez, dulce y amargo. Dulce, porque se desautorizaba, con contundencia, que la Curia impidiera o condicionara, “como un diafragma, las relaciones y los contactos personales entre los obispos” y el Papa. Pero amargo, porque el reconocimiento estaba acompañado de una eclesiología que, totalmente identificada con la famosa Nota previa, concentraba todo el poder jurisdiccional en la figura del Papa, procediendo a repartirlo entre los diferentes organismos de la Curia.
Un alentador toque de atención
Me pareció que el alentador toque de atención “anti-diafragma” no pasaba de ser un brindis al sol: la Curia, al serlo de un Papa que concentraba en sí toda la autoridad, quedaba dotada de atribuciones análogas a las del mismo primado y seguía interfiriendo la relación sacramental que vincula a los obispos entre sí y con el sucesor de Pedro.
Es lo que se evidenció, ya con toda claridad, cuando el papa Karol Wojtyla estableció que las decisiones tomadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe eran inapelables, no cabiendo recurso alguno ante el Obispo de Roma (1997). El gobierno eclesial se parecía más, si se me permite la analogía, a una multinacional con delegaciones dispersas por el mundo que a una comunión de Iglesias. Y así ha sido, por duro que resulte digerirlo, hasta que Francisco fue promovido a la cátedra de Pedro para reformar, de nuevo, la Curia.