JESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor
Los recientes ataques en Occidente del Estado Islámico, que atribuimos a “soldados” del llamado “califato”, nos aturden, nos desconciertan, pero también zarandean nuestras propias certezas. Lo sucedido en París o Bruselas nos inquieta y angustia más que lo que ocurre en Oriente, por ejemplo, en Beirut, Alepo o Bagdad, donde mueren centenares de personas. Esto es un grave error. Quizás sea necesario tomar una mayor conciencia de la fraternidad universal: la humanidad es una y cada vida humana es igual de digna.
Esta gran tribulación no es un problema de fronteras, razas o religiones; es un problema de la humanidad; una más en el devenir de los tiempos y la historia. Eso es precisamente lo que hemos aprendido de san Agustín. Él escribió La Ciudad de Dios, sin duda la más importante de sus obras, y la concibió a consecuencia del saqueo de Roma por parte de los hombres de Alarico, hecho terrible que conmocionó a todo el Imperio, que era ya cristiano. Nadie entonces había imaginado siquiera que pudiera suceder algo así. Los creyentes enloquecieron desconcertados haciéndose preguntas sin respuesta.
¿Cómo Dios podía permitir eso? ¿Acaso no había supuesto la conversión del Imperio el final de las tribulaciones para los cristianos? ¿Para qué había servido entonces la sangre de los mártires? ¿No se había repetido una y otra vez, hasta la saciedad, que esa sangre era el cimiento de un mundo nuevo? ¿No se decía que la Iglesia era el reinado de Dios? ¿Y por qué Dios no defendía a sus súbditos? El pueblo les planteaba estas incógnitas a sus pastores. Nadie era capaz de dar una explicación convincente.
Nadie excepto Agustín. Ya que él se puso inmediatamente a desarrollar una obra comenzando con esta coyuntura; un gran tratado en relación con la reacción que generó aquel saqueo entre los pobladores del Imperio con respecto a su forma de entender al Dios de Jesucristo. Comenzó a escribirlo durante su vejez, acuciado por la prisa al ver el terror en las gentes y temiendo no poder concluirlo y morir antes de desgranar los esclarecimientos de su mente privilegiada.
Sin embargo, aquel grandioso tratado contiene la madurez de su pensamiento teológico y del conjunto de su sabiduría. Y para nosotros está plenamente lleno de sentido. Es la primera filosofía de la historia de la humanidad. Consta de 22 libros que constituyen una defensa del cristianismo y de nuestro Dios verdadero ante las quejas de los paganos y de los escépticos y descreídos, que culpaban al cristianismo del desastre del Imperio y del saqueo de Alarico.
La justificación de tal acusación la explicaban de este modo: cuando los dioses romanos clásicos eran adorados, con ritos y sacrificios, estaban satisfechos de tal modo que su ira no recaía sobre Roma, manteniéndose la paz y el orden, tan aclamados por los antiguos historiadores. Pero, desde que el cristianismo se extendió y dominó la sociedad, abandonándose la veneración de los dioses de siempre, estos se enojaron y su cólera trajo el desastre.
San Agustín contestó manifestando que no percibía ninguna catástrofe, sino que los mismos pecadores se están castigando por sus pecados generados por el libre albedrío. Los males de este mundo son pruebas y nadie se ve libre de ellas. Esto que tan terrible nos parece es una prueba de la cual el individuo debe aprender. Y nosotros, los creyentes, debemos aprender de todo esto a tomar en serio al cristianismo, para así esperar la venida de la Ciudad de Dios. La vida no es fácil.
Después de los desastres del s. XX tal vez nos habíamos acostumbrado en Occidente a un orden de cosas que teníamos por definitivo. Para Agustín, las invasiones bárbaras fueron producto de la providencia divina; fue una prueba divina para todos (buenos y malos). No sabemos qué hay detrás de esta nueva tribulación; pero no debemos perder de vista lo que es: una prueba más para la humanidad que peregrina en el tiempo.
Publicado en el nº 3.002 de Vida Nueva. Ver sumario