Vivimos en un mundo muy desigual: hay ricos asombrosamente ricos, y pobres, muchos pobres. Además, bastantes de esos superricos han hecho ellos mismos su fortuna, lo que les confiere una cierta legitimidad. Es evidente que nuestro sistema económico de mercado propicia tales diferencias al premiar al que trabaja más, al más inteligente, al mejor preparado, al que le acompaña la suerte… Pero esto se nos está yendo de las manos, incluso desde un punto de vista puramente capitalista.
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Es bueno que el mercado estimule a los agentes económicos a trabajar más, a innovar, a invertir; de este modo, se crea riqueza para la sociedad, y eso da lugar a diferencias económicas. El problema es que esas diferencias son excesivas actualmente. Echando una ojeada al ‘World Inequality Report’ (WIR) 2022, el informe anual sobre desigualdades mundiales que elabora el Laboratorio de Desigualdad Mundial (World Inequality Lab) –centro de investigación internacional económica y social dependiente de la Escuela de Economía de París–, accesible en internet, vemos que las diferencias en renta y en riqueza entre las personas son muy grandes. Además, podemos observar que “las desigualdades en renta y en riqueza han ido aumentando en casi todos los países desde los 1980” (resumen ejecutivo del WIR). Ahora bien, ni esa evolución es igual entre los países ni parece inevitable, y depende mucho de la voluntad política de los mandatarios de turno.
Estas crecientes desigualdades debemos denunciarlas por razones de justicia, pero los psicólogos nos explican también que a los seres humanos las desigualdades nos reducen el bienestar psicológico. Un español medio del siglo XXI tiene a su disposición un sistema sanitario, unas alternativas de ocio o unos sistemas de transporte impensables para la época de Felipe II; pero es que ese español no se compara con aquel monarca en cuyo imperio no se ponía el sol, sino con sus conciudadanos coetáneos más ricos. Y si las desigualdades son muy grandes, eso le irrita.
Asistimos a una progresiva inestabilidad política en España y en otros países de nuestro entorno, con la irrupción de populismos de izquierda y de derecha. Como más de uno ha señalado, a este fenómeno no le es ajeno el descontento por la creciente desigualdad. Mucha gente hoy día se siente fuera o en los márgenes del sistema.
La voz de Francisco
El papa Francisco viene haciendo oír su voz repetidamente contra esta situación. Así, por ejemplo, en ‘Fratelli tutti’ critica el dogmatismo del neoliberalismo: “El neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo al mágico ‘derrame’ o ‘goteo’ –sin nombrarlo– como único camino para resolver los problemas sociales. No se advierte que el supuesto derrame no resuelve la inequidad, que es fuente de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido social” (FT 168).
En la misma encíclica, el Pontífice argentino también advierte sobre las derivas del “insano populismo” (FT 159, entre otros). Por otra parte, en ‘Laudato si’’, plantea la necesidad de “cambiar el modelo de desarrollo global” (LS 194), y denuncia las inmensas desigualdades como opuestas al “ideal de armonía, de justicia, de fraternidad y de paz que propone Jesús” (LS 82).
Denuncia de siglos
Se han escuchado y escrito numerosas diatribas contra el papa Francisco por estas críticas al neoliberalismo y por sus denuncias a la cultura del descarte, pero la Doctrina Social de la Iglesia ya nos había explicado hace años principios como la dignidad humana, el destino universal de los bienes o la solidaridad. Podemos remontarnos mucho más atrás, incluso, al siglo VIII a.C., y escuchar al profeta Amós denunciando las desigualdades; o al siglo I d.C., cuando se representa la injusticia económica como el tercer jinete del Apocalipsis (según la interpretación del biblista redentorista Alberto de Mingo). Lo único que ha hecho el Papa es trasladar a nuestro contexto actual la larga tradición cristiana de preferencia por los pobres y marginados: es especialmente grave que, con los medios que hoy tenemos a nuestra disposición, haya todavía tanta gente pobre.
Por otro lado, la sostenibilidad del planeta exige consumir menos recursos y cuidar del medio ambiente, lo que nos lleva a limitar el consumo, sobre todo de bienes materiales. En este sentido, el propio papa Francisco nos dice: “La sobriedad que se vive con libertad y conciencia es liberadora” (LS 223). En la misma línea, el teólogo jesuita José Ignacio González Faus nos explica que la sobriedad y la moderación nos hacen crecer como personas.
Civilización de la pobreza
Y todo esto nos lleva a la “civilización de la pobreza” que defendía el mártir jesuita Ignacio Ellacuría: una sociedad donde se cubran las necesidades básicas de todos, y que bien podríamos denominar civilización de la sobriedad, de la austeridad o de la frugalidad. Es necesario que seamos más austeros, pues el planeta no puede soportar tan alto consumo de bienes materiales de sus ocho mil millones de habitantes. Pero habrán de restringir su consumo los más ricos, los más pobres tendrán que aumentarlo. Es otra razón para disminuir las desigualdades.
El mercado es un buen asignador de los recursos, pero si queremos que nuestra sociedad le otorgue legitimidad tendrá que funcionar con desigualdades económicas “soportables” entre las personas. Mucho hay que avanzar en este campo en el ámbito internacional, hasta el punto de que se hace necesaria alguna forma de autoridad mundial, tantas veces demandada por la Iglesia católica. Debemos darnos cuenta entre todos de que las actuales diferencias no son sostenibles, que esto debe cambiar; solo si la inmensa mayoría de la sociedad es consciente del problema, seremos capaces de solucionarlo.
*Fernando Gómez-Bezares es catedrático de Finanzas en Deusto Business School (DBS)