JESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor
Dick Morris, el prestigioso sociólogo norteamericano, distingue en su libro El nuevo príncipe tres clases de políticos: los “idealistas fallidos”, con una visión del futuro que no consiguen comunicar convincentemente; los “demagogos”, sin programa de futuro realizable ni posibilidad de tenerlo, y que se contentan con halagar a su audiencia con su grandilocuencia; y, por último, los “idealistas astutos”, con una visión del futuro realista y posible, que comunican de manera creíble.
En esta clasificación se descubre una jerarquía de valores: el primero, el idealista fallido, es un hombre honesto, dispuesto a esperar hasta que el tiempo dé la razón, a pesar de la indiferencia de sus conciudadanos. El idealista astuto también alberga convicciones, pero las mezcla con su determinación y liderazgo real para hacerlas prevalecer. En cambio, el “demagogo” tiene como único fin el poder y perpetuarse en él.
El poder solo se logra en democracia a través de los votos. Ganar las elecciones es un objetivo justificado, pero puede perder su legitimidad en función de la codicia que lo impulsa. De aquí surge el “electoralismo”, la búsqueda del triunfo electoral por el triunfo.
Según el Diccionario de la lengua española, “demagogia” es: “Dominación tiránica de la plebe con la aquiescencia de esta”. Y en una segunda acepción: “Halago de la plebe para hacerla instrumento de la propia ambición política”. El verbo “halagar” es aquí categórico, pues descubre la intención del demagogo: adular a quien le escucha para ganárselo. La palabra queda etimológicamente cerca de “adulterar”, que supondría deformar, falsificar la voluntad del soberano, ya sea el rey o el pueblo, no para beneficiarlo, sino para corromperlo.
Según La política de Aristóteles, la adulación es propia de los regímenes “impuros” o corruptos. En las monarquías absolutas del pasado, los cortesanos adulaban al rey por temor hasta llegar a convertirlo en tirano. A fuerza de adularlo, este perdía la noción de la realidad y se adormecía en un reino idílico en su imaginación, mientras sus administradores corruptos se enriquecían a costa del engaño. En las democracias, los políticos adulan a la mayoría del pueblo para degradarlo, corrompiendo el sistema hasta degenerarlo en la demagogia.
El pueblo acaba viendo al enemigo donde quiere el demagogo y ya es incapaz de juzgar rectamente. Esta corruptela presupone la idea de que en el alma coexisten dos impulsos contradictorios: un nivel superior, donde anidan las motivaciones más nobles, y uno inferior, donde predominan los bajos instintos. El gobernante honesto estimula la zona elevada del alma. El demagogo estimula sus zonas bajas, es un corruptor.
Tras las pasadas elecciones generales, las mayorías absolutas han terminado en España, por ahora, y el bipartidismo también. Esto no tiene por qué ser perjudicial si se aprenda a pactar. Los electores deseamos renovación, transparencia, lucha contra la corrupción, pero no parálisis y teatro; en ningún caso, una nación fragmentada y con un impresionante vacío de poder. Desde esta perspectiva, no son procedentes las estructuras jerárquicas y paternalistas propias de los grandes partidos de las décadas precedentes, sino nuevas formas y políticas basadas en la cooperación, en la inclusión y en la participación.
Debe aparecer un nuevo concepto de gobierno, un modelo relacional y participativo, donde se ofrezcan oportunidades para la ciudadanía y una mayor legitimidad de las estructuras democráticas. Sin embargo, aunque el escenario ha cambiado, los actores siguen aferrados al método del “reñidero”, la demagogia y la política formal, mientras se pierde lo único que es irrecuperable: el tiempo necesario para hacer el bien.
En el nº 2.975 de Vida Nueva