Lunes de Pascua. Me sorprendí gratamente hilvanando tres textos que leí temprano. En primer lugar, el Evangelio de Mateo sobre las primeras mujeres discípulas misioneras. Luego, la reflexión del papa Francisco, en este día conocido como “Lunes del Ángel”, en el que rezó a la Virgen María el Regina Coeli y realizó el comentario del Evangelio. Más tarde, leí la nota de Virginia Bonard sobre la Carta a los Movimientos Sociales que Francisco les hizo llegar el Domingo Santo.
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En el Evangelio, contemplamos una actitud precisa de las mujeres que “se alejaron rápidamente” del sepulcro vacío para cumplir con la misión que Jesús les había encargado. “No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán”. Una alegría vivificadora las impulsa. Francisco, en su comentario final del día, habló de la misión de tantas y tantas mujeres que con tan poco, dan tanto y dijo “que el Señor nos de el coraje y el valor de las mujeres, de ir siempre adelante”.
Y en su Carta a los movimientos, nos dice a todos y todas: “Pienso en las personas, sobre todo mujeres, que multiplican el pan en los comedores comunitarios cocinando con dos cebollas y un paquete de arroz un delicioso guiso para cientos de niños”.
Martes de Pascua. De nuevo el Evangelio nos pone frente a una mujer, María Magdalena, que luego de encontrarse con Jesús y reconocerlo, “fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor”.
En los textos de estos días vemos con claridad cómo la mujer se adelanta, se precipita, se desboca, se impacienta por ir a anunciar la vida. La mujer se acomete anunciadora de la vida. Pero esto no quiere decir que los hombres no tengan una entrega que es complementaria.
Y en las mujeres también hay un adelantarse, un anticiparse, un preceder. Pareciera que la mujer –las mujeres− tiene en su ser una condición de no medida, cuando de la vida se trata. Y los hombres son el complemento armonioso y prudente.
El desafío de la vida cotidiana
Y como cualquiera, me pregunto tantas cosas ante esta pandemia. Muchos están prediciendo lo que vendrá, conjeturando con lo inasible, hablando de lo mejores que podremos ser y del nacimiento de algo nuevo para la humanidad.
Quizá extendiendo los brazos a una comprensión que aún nos excede, podríamos empezar a mirar y ver aquellas cosas nos ayuden a despertar para el después.
Quizá podamos ver en la anticipación y la precipitación, en el quehacer sin precio y sin medida, en la desbocada carrera por el desafío de la vida cotidiana en todos sus aspectos, una manera de hacer y de ser de la mujer, que nos puede ayudar a encontrar ese despertar a un después que ya es hoy.
Quizá hombres y mujeres, podamos encontrar ese justo y necesario equilibrio al que nos convoca una nueva vida y que llegue para quedarse.
Despertar al después es anticiparnos en algo a lo que vendrá. Es ir preparando las maneras de sostener, afianzar y revalidar esta vida que crece en abundancia por la fe de cada una de las personas seguidoras de Jesús. Es profetizar sin miedo: ¡Jesús es el Señor! Es crear, amasar, amalgamar con lo que Dios ya nos dio, con lo que ya tenemos. Y es secundar la gracia que Dios derrama incansablemente en la misión del Espíritu Santo.
La Iglesia del Amor
Para este tiempo de pandemia, en el que tantas personas comienzan a preguntarse hondamente por ese algo que las trascienda, nos dice Bruno Forte que “La verdadera respuesta a la nostalgia de unidad, que nace de la muerte, sólo puede darla Iglesia en la fe, ya que sólo en la comunión eclesial la subjetividad se encuentra al mismo tiempo asumida, limitada y afirmada por el Otro”. Y agrega que “contra la masificación ideológica, ´el evangelio de la Iglesia´ recuerda la dignidad infinita de cada persona humana delante de Dios y delante de los hombres, independientemente de su historia y sus posiciones”. Y también dice: “La Iglesia del amor no es sino la comunión engendrada, alimentada y renovada continuamente por la vida trinitaria”. *
Como Iglesia, deberíamos asentarnos y apoyarnos como nunca antes en la Trinidad del Dios Uno. Porque pareciera que es una materia que siempre la dejamos para después y entonces nos sirve para el hoy. Porque nos hace portadores de la llama de la trascendencia y de la visión primera y última sobre la que todo se descubre, se inventa y se consuma para toda la humanidad de todos los tiempos. Y porque es en nuestra Iglesia, donde cada persona se hace familia en vida comunitaria para que otros “vean cómo nos amamos”. Somos Iglesia desde la Trinidad, en la Trinidad, por la Trinidad.
Despertar al después es hacernos cómplices de la medida de la Trinidad que no deja de danzar amorosamente para nosotros en perfecta armonía.
*La Iglesia de la Trinidad, Bruno Forte, Secretariado Trinitario, 1996.