¡Feliz Navidad y próspero año nuevo! Así suena el saludo que, en estos días, diremos y escucharemos con frecuencia. Está bien y así lo deseo, de corazón, a todas las personas que lean estos párrafos. Pero la expresión tiene también sus limitaciones y ambigüedades desde la perspectiva del Evangelio y, por lo tanto, desde la cercanía a los más pobres.
En cristiano, pedir felicidad nos lleva directamente a las Bienaventuranzas. Felices, dichosos, favorecidos, alegres y agraciados son los pobres, los que pasan hambre, los que lloran, los incomprendidos (Lc 6, 20-23). Al mismo tiempo, el Señor Jesús se lamenta por la suerte de los ricos, los ya satisfechos, los que ríen, los halagados (Lc 6, 24-26). La felicidad evangélica es paradójica y contracultural, más aún en estos tiempos nuestros de consumismo global y desbocado.
Esta invitación a una verdadera alegría está en el corazón de la enseñanza magisterial del papa Francisco, expresada a través de sus grandes documentos programáticos. Incluso en los títulos vemos reflejada esta llamada: ‘La alegría del evangelio’ (‘Evangelii gaudium’), ‘La alegre alabanza al Creador’ (‘Laudato si’‘), ‘La alegría de la familia’ (‘Amoris laetitia’), ‘La alegría y el regocijo de la santidad’ (‘Gaudete et exsultate’). “La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG, n. 1). Esta alegría es expansiva y misionera, “es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie” (EG, n. 23).
Anclados en la cultura del descarte
Sin embargo, en nuestro mundo parece que vivimos más anclados en una cultura del descarte, que llega a considerar “al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar” (EG, n. 53). Es también una cultura del despilfarro, “que genera tantos residuos solo por el deseo desordenado de consumir más de lo que realmente se necesita. (LS, n. 123). Muchas veces, “dado que el mercado tiende a crear un mecanismo consumista compulsivo para colocar sus productos, las personas terminan sumergidas en la vorágine de las compras y los gastos innecesarios” (LS, n. 203). Todos tenemos experiencia de ello. Lo triste es que, “mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir” (LS, n. 204). Así, lo que quería ser una feliz Navidad y próspero año nuevo, se convierte en una triste navidad y un año nuevo agobiado y con deudas.
Pensemos, por ejemplo, en el teléfono móvil como icono de nuestro tiempo. En esta temporada navideña, todos habremos visto propaganda comercial al respecto, muchos habremos comprado, regalado o recibido algún teléfono móvil, otros quizá los hemos deseado sin llegar a comprarlo. Es interesante saber que existe la llamada obsolescencia programada, es decir, el proceso por el que los teléfonos se fabrican de tal modo que, pasado un cierto tiempo, queden obsoletos y sea ‘necesario’ cambiarlos. Usar y tirar, de manera preconcebida. Obviamente, este es un modelo costoso para el medio ambiente y muy difícil de sostener en el tiempo, si incorporamos una visión integral con todos los costes asociados.
No se trata, sin embargo, de demonizar un aparato tecnológico que, sin duda, supone un avance y puede ayudar a mejorar la vida, facilitando la comunicación. Pero sí es cierto que “la constante acumulación de posibilidades para consumir distrae el corazón e impide valorar cada cosa y cada momento” (LS, n. 222). Si tomamos el teléfono móvil como ejemplo para pensar en nuestra vida, habría que analizar si el contacto con los de lejos (tele) dificulta la conversación con los de cerca; si nos domina el ruido, el sonido o la voz (fono) o dejamos espacio para escuchar la palabra compartida; si, en definitiva, vivimos dependientes de la agitación (móvil) o si cultivamos la calma y el sosiego para un verdadero encuentro humanizador, con Dios y con los hermanos.
En Navidad celebramos que “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Decidió nacer en un humilde portal en Belén y, sin necesidad de cambiar el teléfono móvil, logró que su palabra resonase por toda la tierra, cerca (Lc 2, 8-20) y lejos (Mt 2, 1-12). “El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (EG, n. 88). Ese es el meollo de la Navidad, verdaderamente dichosa, al margen de las dinámicas consumistas.
Para asimilar este Misterio y hacerlo vida en nuestras vidas, nos puede ayudar el ejemplo y la intercesión de la Madre del Señor. “María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura” (EG, n. 286). Por eso, “cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño” (EG, n. 288). Así podemos desearnos, con hondura y con verdad: ¡Feliz Navidad y próspero año nuevo! Es decir, ¡dichosa Navidad y sobrio año nuevo!