“Adoramos la perfección porque no podemos alcanzarla; si la tuviéramos nos repugnaría. Lo perfecto es el deshumano, porque el humano es el imperfecto”. Lo escribía el genial Fernando Pessoa, palabras que hoy suenan como una profecía y una amonestación.
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Una amonestación, porque hasta ahora hemos ido adelante a ciegas en el camino de la factibilidad tecnología. Ciencia y tecnología nos dicen qué se puede hacer, no qué es mejor hacer. Y las dos cosas no coinciden necesariamente, más bien lo contrario. Se ha logrado dividir el átomo, y fue un gran logro, pero lanzar bombas atómicas no era algo bueno, aunque técnicamente posible. Doy un paso atrás, para no caer en moralismo estéril.
El ser humano, a diferencia de los animales, nace incompleto. Es “neotenico”, se dice, porque el proceso de diferenciación de los órganos y de alcance de la forma definitiva es lento y tardío respecto al de los otros seres vivientes. Es también plástico, y a diferencia de los (otros) animales, no se limita a adaptarse, sino que toma forma dando forma al mundo. Es su “naturaleza”: intervenir sobre sí y su mundo, también a través de la tecnología, que es un desarrollo de las capacidades humanas de fabricar, formar, producir, hacer ser. Para quien cree, un signo de similitud con Dios, que ha dado mandato al género humano de completar la creación.
Para el ser humano, la naturaleza existe solo en cuanto “habitada”, es decir revestida de sentido y plasmada en formas siempre nuevas, escribía Romano Guardini. La “ley de naturaleza” es la capacidad del ser humano de intervenir sobre la naturaleza misma. Somos seres simbólicos, es decir culturales. Hoy el debate naturaleza/cultura no puede ser leído en clave ingenua, y sobre todo dualista. El dualismo, según Guardini, es un “pecado original metafísico”. Decir que el hombre debe ser solo naturaleza, o que debe emanciparse de la naturaleza para ser solo cultura son dos parcialidades igualmente absurdas y mutilantes.
El dualismo, que es un cortar lo que está unido, termina legitimando separaciones monstruosas: si puedo separar mente y cuerpo, y si el cuerpo en esta separación está desvalorizado, puedo también reducirlo a instrumento de la voluntad, a materia manipulable a medida de las intenciones. El dualismo platónico del cuerpo-cárcel del alma, que el catolicismo ha avalado en ciertos aspectos, con la pérdida de los horizontes religiosos se convierte en cuerpo-materia a disposición.
El hombre es el único animal que no se conforma con ser lo que es, escribía Albert Camus. Somos seres empujados más allá de nosotros mismos; deseosos, autotrascendentes. Pero esta tensión al más allá puede asumir formas plenamente humanas y formas deshumanas.
“Antropocentrismo despótico”
Posthumano, transhumano son términos relativamente recientes, portadores de una ambivalencia que no puede ser afrontada solo dentro de una perspectiva tecnológica. Posthumano puede indicar la superación de un “antropocentrismo despótico”, como lo llama el papa Francisco, donde la superioridad del hombre se ha traducido en explotación sin criterio de la naturaleza y del mundo, que ahora se ha vuelto en nuestra contra. Pero caer en el exceso opuesto, es decir en la equivalencia del ser humano respecto a los animales, plantas, artefactos técnicos es restar víctimas a la falacia dualista: o eres todo o no eres nada, o eres soberano o eres un siervo cualquiera. Eliminar las fronteras entre las personas y las cosas es arriesgado, nos recuerda Jürgen Habermas, y no es un igualitarismo zoocéntrico lo que hará que el mundo sea más habitable.
Igual para el transhumano: ir más allá de lo humano es típicamente humano. De qué manera y en qué medida ir más allá, y si cada “más allá” es legítimo, también es un asunto humano: no podemos dejarlo a las leyes autopoiéticas de la viabilidad tecnológica.
Es necesario hacer diferencias. Pienso en la campeona paralímpica, Bebe Vio y a cómo la tecnología se ha hecho aliada de la vida contra la muerte. Se llama ‘healing’, significa curar para regenerar, y así hacer renacer. La tecnología hace más que reparar: potencia. Se llama ‘enhancement’ (ensalzamiento, crecimiento) y es una dimensión del transhumano. Pienso en el sueño de fabricar la vida en probeta, extendiendo a todos el derecho a la paternidad, a prescindir de cualquier consideración: el ser humano ha entrado en la época de su reproducción tecnológica.
Sylviane Agacinski escribe hoy “la medicina supera su misión terapéutica para asumir una función antropotécnica, que nos permite no solo reparar sino rectificar el cuerpo humano e incluso producirlo desde cero”. Ya Hannah Arendt hablaba del esfuerzo para fabricar el ser humano en probeta como el intento de intercambiar la vida recibida con un producto de las propias manos. Transformar el generar (que es relación: con quien nos ha precedido, con la pareja, con la progenie) en fabricar (que es extensión de la voluntad del yo absoluto, suelto de ataduras) significa considerar el límite solo como impedimento, en vez de ocasión, por la libertad.
¿Qué es el límite? Es la puerta de acceso a la realidad: donde todo es posible nada es real, escribe Miguel Benasayag. ¿Nos volvemos más libres cancelando los límites?
La tecnología hace maravillas, pero actúa con leyes propias y cuando se une con el sistema tecnoeconómico nos hace esclavos vendiendo una libertad aparente.
También la diferencia de género es un límite. Ivan Illich sostenía que la ciencia es doblemente sexista: porque es una actividad dominada por hombres y porque se funda en categorías y procedimientos “neutros” (para los cuales el femenino es un molesto punto de resistencia).
La tesis que trato de expresar es que el camino de la abstracción radical, a través de la superación de todo límite, como la que la tecnología sugiere como condición de libertad, es en realidad un camino de alienación, de transferir el dominio a otros (al sistema tecnocrático) y por tanto de esclavitud. Y que el antídoto y esta deriva no viene de una batalla de principios sino del reconocer y saber vivir conscientemente (y antidualísticamente) la concreción de las tensiones que marcan la existencia humana, como la que existe entre la vida y la muerte, o entre uno mismo y otro, o entre actividad y pasividad.
Y entre masculino y femenino, dimensiones no biológicas sino simbólicas entre las cuales no hay dualismo sino reciprocidad. Todo dualismo que contrapone; todo rechazo de la diferencia que la equipara al dominio; todo intento de emanciparse del límite de la naturaleza en nombre de un presunto “neutro” que la tecnología propone e impone, son todo vías destinadas a producir nuevas y más poderosas desigualdades, inéditas y más sutiles formas de dominio.
“Ir más allá” no es cancelar el límite, sino asumirlo. El límite es dado por la realidad que hace resistencia al yo; es dado por el otro, y es un límite beneficio. Nos recuerda el sentido de nuestra precariedad e interdependencia. Y que nosotros no tenemos un cuerpo, somos un cuerpo. Y este cuerpo no puede ser alienado (como dice la Declaración de los derechos humanos).
En un contexto donde el neutral es un hombre enmascarado, la feminidad se vuelve peligrosa: “El deseo de ser liberado de la carne puede leerse como un deseo masculino, el deseo de liberarse de esta carne feminizada”, escribe Agacinski.
El último sueño de la tecnología, fabricar la vida, es el sueño de hacer pleonástica la contribución de la reciprocidad de lo femenino. Y es precisamente desde aquí que hoy puede surgir un núcleo de resistencia al poder abrumador de la tecnocracia y de la rehumanización. Porque el código materno lleva la alteridad (y por lo tanto el límite) en su matriz. Querer liberarnos de la “dictadura del vientre” es querer borrar todo límite, para disponer de todo. Y si adoptamos esta lógica, nos entregamos a un poder mayor que nosotros y aceptamos ser tratados como objetos. El otro nos pone por delante de nuestro límite y nos abre a algo más de nosotros. Este es el movimiento de la relación fecunda y también de la fe: no hay oración sin el sentido de nuestra precariedad (no por casualidad la raíz es la misma).
Pero la cita inicial de Pessoa también es una profecía, porque el tiempo que estamos viviendo es una bofetada a nuestra ‘hybris’, a nuestra pretensión de ser patrones de la vida y artífices de la inmortalidad. Justo en el corazón de la Europa altamente avanzada, un organismo muy pequeño viaja a una velocidad instantánea en las infraestructuras conectivas que hemos construido y es casi imposible de derrotar con armas tecnológicas. De hecho, los hospitales se convierten en lugares de contagio del COVID-19. De dispositivos de sanación se convierten en focos de difusión, de estructuras donde vas a curarte, a lugares donde se va a morir, solos.
Sin ninguna dietrología apocalíptica, no podemos evitar ser interpelados por el tiempo en que vivimos. La tecnología es un arma que ha surgido sin la responsabilidad de las personas, sin la dedicación de quienes están en la primera línea para tratar a los enfermos, sin solidaridad con los más frágiles, sin reciprocidad entre hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos. Hoy se necesita un milagro, pero no podemos fabricarlo. “El único milagro que podemos hacer será seguir viviendo, defender la fragilidad de la vida día a día” (José Saramago).
*Artículo original publicado en el número de mayo de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva