De yeso, cera, resina o materiales preciosos las máscaras mortuorias de personajes ilustres o anónimos se convirtieron en una tradición muy popular, sobre todo en los siglos XIX y XX. La creación y difusión de estos “rostros perpetuos” suponía una sofisticada y simbólica maniobra con dos pretensiones: detener el paso del tiempo y recordar al difunto.
Napoleón Bonaparte, Simón Bolivar, Nikola Tesla, Evita, Beethoven o Gaudí fueron inmortalizados durante este último suspiro. Una costumbre que, paradojas de la vida, también experimentó el pintor que mejor interpretó la vida como una gran mascarada: James Ensor.
La sociedad que conoció este pintor belga no dista mucho de la actual, donde lo abyecto o lo grotesco muchas veces ha tenido rostro de anciano. Donde, además, el envejecimiento se vive como un pecado y la muerte como un fracaso. Reflejo esto de lo que el papa Francisco tantas veces ha denunciado: la exclusión de los ancianos, los no nacidos, los desempleados, los indígenas, las clases empobrecidas o las personas con discapacidad. Algo singular, a lo que la secularización ha contribuido, a ocultar a Dios de la escena pública con dos consecuencias directas, convertirnos en seres más frágiles y más individualistas. No así aquellas personas que he conocido y quiero poner en valor que fruto de su educación religiosa y desarrollo espiritual conviven con la vejez y la muerte con mayor serenidad y hasta alegría.
Todas las personas nacemos con un lado espiritual, pero no todas son conscientes de ello, aunque el envejecimiento podría favorecer esta introspección. ¡Adelante, nunca es tarde!, te decimos desde la gerontología.
Si la vejez nos confronta a todos con lo que no fuimos y quisimos ser, con lo que somos y no deseamos ser, el envejecimiento es un proceso natural de desapego y desenmascaramiento forzoso para el que nadie nos ha enseñado.
En este baile de máscaras, igual que en lienzos de Ensor, donde se ocultan miedos y se dilata el encuentro con el declive y la muerte, los profesionales cristianos debemos ofrecer un acompañamiento integral, con un fuerte sentido de comunidad; porque Dios también es viejo, útil y es actual, como aquellas personas mayores que viven en nuestro entorno y a las que nadie, o casi nadie, parece respetar sus creencias y atender a sus necesidades de trascendencia.
El deterioro físico es inexorable y palpable, mientras, el alma se consume de forma invisible. Una y otra dimensión deben ser atendidas por esa Iglesia también silenciosa y transformadora que tanto bien hace a las personas mayores.
Quitarse la máscara
Yendo a la raíz de este olvido o exclusión, a veces me pregunto: ¿cómo un profesional que no se cuida el alma puede entender que la religión y la espiritualidad es importante para muchas personas mayores?
Y tú, cuando hayas muerto, habiendo comprobado que ni se puede detener el paso del tiempo ni forzar el recuerdo, como pretendían aquellas máscaras mortuorias con las que empezaba este relato, ¿de qué disfraz te vas a deshacer como profesional al servicio de las personas mayores?