¡Resucitó! Proclamar esta palabra en plena crisis global de coronavirus es algo nuevo para nuestra generación, pero no en otras épocas. Sentimos la tentación de quitarle las admiraciones y pronunciarlo en bajito. Quizás hubiéramos preferido que se retrasara la celebración de este Domingo de Resurrección y esperar un tiempo más propicio para poder decirlo.
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Mientras fallecen miles de personas al día por la pandemia de Covid-19, con gran parte de la población mundial confinada en sus casas y el planeta en estado de alarma, ¿era necesario celebrar hoy, atrevernos a festejar algo, escribir sobre el cielo de nuestras ciudades la palabra Resurrección? ¿Acaso había vivido nuestra generación un momento en que hubiera sido más necesario?
Resurrección entre las ruinas
Incluso si cediéramos a la vergüenza de no decir la palabra Resurrección hoy, el mundo seguiría diciéndola una y otra vez cada día. Si nosotros hubiéramos desaparecido de los balcones del mundo para proclamarla, los pájaros habrían tomado las calles para cantarla.
Este coronavirus ha retirado a los humanos de las plazas y calles de sus pueblos y ciudades –salvo los de siempre, las personas sin hogar–, y la ciudad es de los pájaros, cantan más que nunca. Si nosotros hoy no cantásemos “¡Hosanna!”, “las piedras clamarían”.
No sería la primera vez que las piedras lo hacen. Durante el Blitz –el bombardeo sobre Londres– una iglesia había sido decorada con frutas y espigas. Querían celebrar un domingo de acción de gracias por la cosecha, en aquellos tiempos de tanta necesidad. Desgraciadamente, esa noche el vuelo de los aviones nazis lanzó una de sus bombas sobre dicha iglesia.
Esta se desplomó. Ese domingo no fue posible la celebración. Pasaron meses de todavía mayores penalidades, de mucha sangre, sudor y lágrimas, y cuando llegó la primavera, entre aquellos escombros de piedra había brotado una multitud de espigas que se elevaban al cielo.
Era fruto de aquellos granos de trigo que habían caído bajo el bombardeo. Lo cuenta el pastor William Barclay, quien sufrió esos tiempos de guerra (en su noveno volumen de su Comentario al Nuevo Testamento). Si nosotros calláramos, hasta las piedras querrían cantar (Lucas 19, 40).
Este 2020 celebramos el Domingo de Resurrección mientras el mundo sufre una dura pandemia. Años anteriores hemos celebrado Resurrección mientras en el planeta una persona era asesinada cada 78 segundos, alguien se suicidaba cada 40 y cada 11 segundos perdía la vida un niño por la desnutrición.
En estos años, cada segundo mueren dos personas en la Tierra. ¿Es posible proclamar la palabra Resurrección? A su vez, cada segundo nacen cuatro bebés. Es necesario decir ¡Resucitó! Asombrados. Desbordados. Agradecidos. Amados.
Volveremos a…
La excepcional experiencia de cuarentena global que atraviesa la humanidad –menos aquellos que no tienen techo y aquellos que no pueden dejar de trabajar ni un solo día– lleva produciendo en nosotros el mismo efecto: junto con el dolor, el temor y la indignación, estamos viviendo a la vez, entrecruzados, momentos de profunda gratitud, alegría al ver la solidaridad, paz por el recogimiento, esperanza por el examen de conciencia que está haciendo toda la sociedad, incluso risa.
La vida es pascual. Pasión y Resurrección no son dos realidades distintas ni dos caras de una misma moneda, sino que son como el aire y la música, la forma y el color, la caricia y la piel. Cuando éramos jóvenes entusiastas, pensábamos que en la vida habría tiempos de cruz y tiempos de resurrección. Pronto supimos que pasión y resurrección se trenzan unidas en cada tiempo de vida. Y quizás en este tiempo de coronavirus lo hemos vivido de forma muy intensa.
Desde el comienzo escuchamos el clamor confiado de un “volveremos a… volveremos a… podremos volver a…”, en forma de poesía, de promesa, de resistencia. La artista madrileña Lucía Gil compuso una canción que se llamaba Volveremos a juntarnos, volveremos a brindar.
Ese volveremos en un Domingo de Resurrección suena fuerte frente a todo lo que se pierde, nos derrumba en la vida, nos deprime, hace sufrir, violenta, oprime, rompe, mata. “Restáuranos en ti, Señor, y volveremos, renueva nuestros días como antaño”, dice el Libro de las Lamentaciones (5,21).
Cantar ese “volveremos a” sale de un anhelo profundo y no se refiere solo a recuperar lo interrumpido, sino que queremos volver a recuperar la vecindad, la sociedad de los vínculos y los cuidados, queremos volver a tener la esperanza de cambiar el mundo, de ser una humanidad fraternal, libre y equitativa. Volveremos a creer, a cuidar, a esperar.
Estamos en la Noche Oscura, pero la atravesamos confiados en la promesa de que la Vida en Jesús siempre puede Más. Cuando mi amiga Sonia perdió a sus padres, repetía una frase que me quedó grabada en lo hondo: “La Vida Siempre Puede Más”. Es verdad, la resurrección siempre hace que la Vida siempre pueda más. Para el Señor de la Vida nada hay imposible.
Recobraremos las rutinas, los proyectos y las calles, pero ¿y las víctimas que han perecido? ¿Y sus familias? ¿Quedan fuera del “Volveremos”?
En 2015, el artista neo-Punk Nick Cave perdió a su hijo adolescente al precipitarse por uno de los blancos acantilados de Brighton tras consumir LSD. En un disco de 2019 –Ghosteen–, dedicado a su hijo, canta y reza un futuro en el que vuelve a estar con él. “Volverá el tiempo, volverá el tiempo para nosotros…”, dice una de las canciones.
En otro tema escuchamos: “Y un hombre llamado Jesús prometió que Él nos dejaría una palabra que iluminaría la noche”. Otra canción nos muestra a Nick y su hijo de nuevo juntos en “los pastos del Señor”. A ese campo del Señor, su hijo Arthur llega en un precioso tren. “Volveremos a…” y, profetizó Isaías, “el lobo morará con el cordero, el leopardo se echará junto al cabrito, y juntos andarán el tercero y el cachorro de león, y un niño pequeño los guiará” (Isaías 11, 6).
La promesa “Volveremos” vence en Jesús a todo, hasta a la muerte. Jesús volvió a estar con sus amigos y familiares, volvió a hablar con ellos, volvió a caminar con ellos, volvió a estar con ellos en la playa, a juntarse alrededor de una fogata, volvió a comer con ellos pescado y pan (Juan 21, 9).
Hay un “Volveremos” que nos lleva más allá del coronavirus, más allá de cualquier muro, impotencia y muerte, en el que volveremos a lo mejor. Jesús volvió con todo su amor y lo hizo posible. Volveremos, sí, por eso proclamamos ¡Resucitó! Él sí volvió y con Él volveremos.
La resurrección de la naturaleza
Los animales libres y pacíficos simbolizan la restauración plena del cosmos en el amor, el tiempo tras la resurrección de la carne.
Esta pandemia comenzó en el mercado Huanan de la ciudad china de Wuhan, donde, para ser comidos por los humanos, se vendían cachorros de lobo, pangolines, osos, monos, burros, zorros, ciervos… En las fotografías que los medios difundieron por todo el mundo, parte de la fauna estaba hacinada en jaulas muy angostas de las que salían sus hocicos y extremidades.
Los animales estresados reducen su sistema inmunológico y entonces los virus que tienen contenidos en su interior quedan desatados y saltan al ecosistema humano. Las epidemias no salen de los animales sino de los animales maltratados y debilitados por el ser humano.
Durante este tiempo podemos contemplar otro fenómeno que nos recuerda en cierto modo a esos campos del Señor donde los animales nos sorprenden en su paz. Al retirarse la presión humana de las calles, la fauna ha retomado parte del planeta perdido.
Hemos podido ver cómo los canales de Venecia volvían a ser azules y nadaban por él los peces y los cisnes, volvían a los puertos los delfines, las cabras salvajes tomaban los pueblos y en grandes ciudades se han visto osos, zorros, ciervos, jabalíes…
Los pavos reales –que fueron pintados en las catacumbas romanas como símbolo cristiano de la resurrección– saltaron las vallas de los parques y caminaron libres por Madrid. Algo hay de signo de resurrección en esa liberación y regreso de la naturaleza. Las calles en este periodo están siendo, sobre todo, la Ciudad de los Pájaros.
Después de haber sido cazados, maltratados, sacrificados y comidos, los animales regresan pacíficos a las calles de las ciudades para recordarnos que somos mucho más que humanos, que somos un planeta, que formamos parte del gran Arca de Noé que es el planeta Tierra bajo este diluvio del coronavirus. Han podido salir de la oscuridad de los bosques y caminar a plena luz bajo nuestros balcones. También nosotros hemos salido a las ventanas y la luz.
Aplaudir en la luz
El 28 de marzo se cambió la hora en Europa. Hasta ese día, en España a las ocho de la tarde era ya de noche. Salíamos a aplaudir a quienes están salvándonos y cuidándonos frente al Covid-19, pero no les veíamos las caras. Veíamos sombras, contornos, sin distinguir el rostro real de nuestros vecinos. Nos sentíamos unidos a ellos, nunca nos hemos sentido tan vecindario y tan pueblo.
De repente, el día 29 –por ese cambio horario–, cuando sonaron las ocho de la tarde y salimos a aplaudir, nos dimos cuenta de que no había anochecido, era de día y podíamos vernos unos a otros. Aplaudíamos y mirábamos a las ventanas y balcones reconociéndonos todos los que noche tras noche habíamos salido a aplaudir, agradecer, resistir, esperar.
Entonces pudimos vernos cara a cara de verdad, saber quiénes somos. Confieso que el asombro me hizo llorar. La gente aplaudía más fuerte que nunca.
En ese momento sentí un grano del trigo de la Resurrección, ese instante que dibuja Pablo a los Corintios donde “en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, sonará la trompeta” y despertamos del sueño y despertamos transformados, resucitados incorruptibles (Corintios 15, 51-52), cada uno con su rostro único de pleno amor.
Impactado por esos cinco o siete minutos de resurrección, seguimos la misa que los Jesuitas de España transmiten tras los aplausos. La lectura del Evangelio era la resurrección de Lázaro. Imaginé que aquellos que veíamos por fin salir éramos Lázaros en nuestra tumba/fosa/ventana que resucitábamos.
¿Imagináis el momento de la resurrección cuando nos volvamos a reconocer unos a otros? Será haber vivido de noche y vernos totalmente iluminados ya solo por la luz del amor. Será como salir de la cuarentena de la muerte y “volveremos a”… Será de nuevo caminar juntos y compartir la mesa, regresar libres y pacíficos como los animales de los pastos del Señor.
Brotes de espigas
Todo esto está ocurriendo en todos los países, entre todas las gentes, incluso en los lugares más oscuros de la humanidad –como los hornos de Auschwitz, las celdas comunistas de Pitesti o las bodegas de los cargueros de esclavos africanos–. Y no dejan de brotar las espigas de la resurrección de Jesús.
Muchas veces nos preguntamos dónde resucita Cristo, dónde está Dios, dónde hay un mero trocito de su Reino en esta Tierra. En el Evangelio de Juan, María corre cuando ve que la tumba de Jesús tiene la piedra movida y se pregunta lo mismo: “No sabemos dónde han puesto al Señor, ¿dónde lo han puesto? ¿Dónde está?” (Juan 20, 1-3). Hay acontecimientos, encuentros, vidas, dones en los que sentimos ese Cristo resucitando en el cosmos. “¿No ardía nuestro corazón mientras…?” (Lucas 24, 32).
Efectivamente, como en aquella iglesia londinense, el diluvio del coronavirus está haciendo caer muchas vidas, está arruinando ciudades, regiones y países, pero ¿no veis los signos y espigas de trigo de la resurrección que incluso entre los escombros salen ya? (…)