A propósito de Don Pedro Casaldáliga, viene a mi recuerdo la ocasión en la que, hace varios años, se me pidió ser co-ponente, para un evento académico, en una universidad bogotana en el cual él sería el ponente principal. Para mí, ese hecho era un honor deseado y por otra parte un compromiso complicado; yo no podía ubicarme en competencia de planteamientos o argumentos que hicieran comparaciones entre dos discursos que de alguna manera pudieran parecerse. Por eso me decidí por un discurso estrictamente académico, dentro del género literario propio de escrito teológico sustentado.
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¿Y ello, por qué? Porque estaba seguro que, para el auditorio, plural y numeroso de esa tarde, en Don Pedro no eran más importantes sus palabras, sus argumentos, sus disquisiciones, e incluso sus poemas, que su presencia. Él era el discurso, la poesía, la argumentación y la razón de sus decires. Porque además de su talante de profeta y de poeta, por momentos dicharachero y jocoso, lo que le hacía grande en su silueta grácil, grato a la vista y al oído, era su pasión volcánica como testigo de Cristo, a quien sentía, veía y sufría en el latir dolorido del corazón de los pobres de Amerindia.
Polisemia singular
Don Pedro unía en sus poemas la profecía y la sapiencia, las palabras se descolgaban de sus sentidos multiformes en esa maestría inusual de utilizar la metáfora en su polisemia singular, para decir verdades a ratos dolorosas y a otros momentos desafiantes, provocadoras y urgentes.
No se ceñía a las normas de la argumentación rigurosa, sino al sentido mayor de una comunicación de corazón a corazón, una urgente necesidad de mover las conciencias y rastrillar los pensamientos para reorientarlos hacia la urgente necesidad de no claudicar ante las fuerzas sin misericordia de un capitalismo brutal y asesino, de unos terratenientes que como aves de rapiña carcomían las tierras de indígenas, negros y colonos de todas la entrañas de la Amazonía amada y un deseo irrestricto de un mundo otro, donde los que desde hace tantos siglos han sido despreciados, marginados, despojados de su tierra querida y lanzados a la jauría de la jungla citadina, capaz de engullir la ingenua mirada del indígena o la rítmica cadencia del negro, hijo de esclavo, fueran devueltos a su dignidad de hijos e hijas, imagen del Dios comunión.
Don Pedro y Romero
De toda la poética de Don Pedro siempre ocupa lugar primordial en mis sentimientos el dedicado a Romero de América, pastor y mártir. Disfruté intensamente el que un día, participando en otro evento, pude leerlo en el momento de acción de gracias de la celebración eucarística, en un tono, más que solemne, cargado de unción agradecida en la capilla donde las fuerzas del mal acabaron la vida de Romero.
Allí, sentí una vez más en el centro de la existencia, lo que es la palabra de un poeta místico; porque es cierto, nadie podrá acallar la última homilía de Romero, pastor y mártir nuestro, como nadie podrá callar la palabra que nos ha dejado en herencia para siempre este Don Pedro de América latina, negra, india y mestiza.
En ellas, las verdes melodías de la exuberante selva amazónica se entrelazan con las tierras de los viñedos y olivos, para señalar que, cuando se asume la causa de los sin voz, en Don Pedro y en todos los Pedros, el profeta se hace poeta y el poeta, profeta.