El tema de la justicia aparece en la Biblia ya en los inicios de la creación, en la gran bendición impartida por Dios a Adán, creando al hombre y la mujer (Génesis 1, 26-29): en ella se funda el derecho “natural, originario y prioritario” de todo hombre (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 172) al destino universal de los bienes de la tierra. De este principio descienden las obligaciones del año sabático y del jubileo (Éxodo 23; Levítico 25), que comprometen a tener atención por los indigentes del pueblo.
Las normas del Pentateuco indican las modalidades para practicar la justicia, para tutelar los derechos del pobre y del indefenso, subrayando el deber de no explotar al hermano en dificultad e invitando a colocar en el primer lugar la relación entre las personas. La insistencia sobre el argumento es fuerte en los libros proféticos, donde la justicia es parte de la alianza: véanse las promesas para quien respeta a los pobres (Jeremías 7, 5-7. 22, 3-5), las condenas que caen sobre quienes los maltratan (Ezequiel 22, 7-16; Malaquías 3, 5) y las prohibiciones sobre el tema (e.g. Zacarías 7, 10).
La relación con Dios se nutre y se profundiza en las relaciones con los hermanos, y se manifiesta en la disponibilidad a calmar los sufrimientos del huérfano, la viuda, el extranjero, el pobre, la estéril. En ellos se encuentra Dios: el Hijo del Hombre se ha hecho como los últimos, para Él “no tenían sitio en el alojamiento” (Lucas 2, 7), y “no tiene donde reclinar la cabeza” (Mateo 8, 20; Lucas 9, 58).
El amor a los últimos
Las bienaventuranzas evangélicas (Mateo 5, 1-12; Lucas 6, 20-23) prefieren a los que viven de la misma manera, encomendados a Dios y capaces de realizar la justicia, y el pasaje de Mateo 25, 31-46 asegura que el juicio será sobre el amor: el premio eterno se ha reservado a los que han sabido acoger al Señor en los últimos de la tierra.
Esta es la justicia según la Biblia: el reconocimiento a los pobres de lo que les corresponde, desde el momento en el que son hombres, destinatarios de la misma bendición que ha invertido cada Adán. Recordar que la palabra ‘zedaqa’, “justicia”, en hebreo significa también “limosna”: si en las lenguas occidentales el acto de dar al pobre está etimológicamente conectado con la “piedad” y con la “caridad”, en Israel se trata de un acto debido en la conciencia de que cuanto se posee es un don de Dios y pertenece a Él. Fortalecidos por esta certeza, las primeras comunidades cristianas ponían en común los bienes materiales viviendo en plena fraternidad (Hechos de los Apóstoles 2, 44-45).
En el discurso de la montaña (Mateo 5-7) Jesús insiste en el tema de la justicia, y muestra que el Reino de los Cielos está destinado a quien no se calma ante las desigualdades del mundo. Las cartas pastorales retoman los mismos temas haciendo referencia a la justicia como criterio de vida en la tierra (Tito 2, 11-14; Filipenses 1, 9-11; Romanos 13, 6-8).
Eliminar diferencias
La justicia es en la Biblia un acto de sabiduría, prerrogativa de rey y de jefes y elemento fundamental de la fe, que consiente al hombre preparar los tiempos mesiánicos. Los textos proféticos y los Salmos reales afrontan con insistencia el tema de la equidad en la tierra: el Rey Mesías «sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia» (Isaías 9, 6; cfr. Isaías 11, 1-10; Jeremías 23, 5-8; 33, 14-16; Salmos 72; 96, 13; Salmos 98; Salmos 103 ,6; Salmos 118, 9.19-21).
El tema vuelve en el mensaje de Juan Bautista (Lucas 3, 2-18), que llama a preparar el caminos al Cristo-Mesías “todo monte y colina será rebajado” (Lucas 3, 4-5, citación directa de Isaías 40, 3-5; cfr. también Isaías 35, 8; Baruc 5, 7), o sea combatiendo los desequilibrios sociales: el objetivo de la justicia en la tierra es consentir a todo hombre, a través de una vida digna, experimentar y “verán la salvación de Dios” (Lucas 3, 6).
Juan invita a eliminar las diferencias entre las personas obrando en la cotidianidad (cfr. Lucas 3, 10-14), y muestra cómo la justicia no sea un acto excepcional, sino compromiso cotidiano y constante que pasa por un uso correcto de los bienes, de las riquezas y de los carismas, y por la capacidad de mirar con benevolencia a las exigencias y a las necesidades del hermano. Así, la justicia no se desvía nunca de la misericordia, de un amor capaz de comprensión y de perdón, como el de Dios.