Guardo silencio para sumergirme en la sutileza de la música. Escucho Herz und Mund und Tat und Leben, cantatas compuestas por Johann Sebastian Bach entre 1719 y 1723.
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He repetido un par de veces el décimo movimiento llamado Jesus bleibet meine Freude o Jesús sigue siendo mi alegría. En ellas podemos meditar sobre lo que Jesús significa, o debe significar, en la vida del cristiano: “Jesús sigue siendo mi alegría, consuelo y bálsamo de mi corazón. Jesús me defiende de toda pena. Él es la fuerza de mi vida, el gozo y el sol de mis ojos, el tesoro y la delicia de mi alma; por eso no quiero dejar ir a Jesús fuera de mi corazón y de mi vista”.
Mientras la música avanza, me pregunto si Jesús sigue siendo la alegría del hombre. Vuelvo a las primeras páginas del Génesis cuando Adán y Eva se escondieron entre los árboles del jardín, para que Dios no los viera. Habían desobedecido y tenían miedo. Entonces, Dios llamó al hombre «¿Dónde estás? (Gn 3, 8-9).
El hombre decidió ocultarse rompiendo su diálogo con Dios. Terminó perdido en algún lugar dentro del mundo de la naturaleza o, peor aún, de los objetos. Y ahora parece incapaz de encontrarse a sí mismo. En este momento, se renueva la voz que lo llama desde las profundidades de su conciencia, pero se encuentra asfixiada por el ensordecedor eco de sus acciones y el clamor de sus deslumbrantes logros.
¿Por qué y dónde se ha estado escondiendo?
Ante la pregunta de Dios, el hombre respondió entre la maraña de arbustos: “Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí” (Gn 3, 10) Al cerrarse el hombre al diálogo con Dios inevitablemente queda desnudo, desamparado, sobrecogido por los fantasmas que esa soledad metafísica.
Ese miedo lo conduce a sustituir la voz del acompañamiento de Dios, por su propia voz cuyo espanto profundo no logra reconocer. Esa soledad interior lo aventura a esconderse en la oscura espesura de un mundo carente de universo simbólico y sin sentido del pecado.
Seducido por el canto de sirenas del racionalismo científico, perversas ideologías políticas y económicas, rupturas con la identidad natural, el hombre se lanzó hacia un vacío de sentido y significado del cual ha sido su, para dójicamente, única víctima.
El hombre decidió ocultarse de Dios para dar la cara a una dimensión de una verdad producto de lo verificable y cuantificable, negando la idea de la existencia de una verdad de la creación y el deber de respetarla. Entonces, como advirtió Hans Jonas, “Bajo su mirada (es decir, de la ciencia), la naturaleza de las cosas, reducida a átomos y causas sin objetivo alguno, quedó despojada de todo rastro de dignidad.
Sin embargo, lo que no inspira respeto puede ser sometido y liberado de su propia individualidad cósmica, convirtiéndose todo en objeto de uso ilimitado. Si nada hay definitivo en la naturaleza y ninguna estructura de sus productos está al servicio de un objetivo, entonces está permitido hacer lo que uno quiera con ella sin violar por eso su integridad, ya que no hay integridad que violar en una naturaleza concebida exclusivamente en términos de las ciencias naturales: una naturaleza que no es creada ni creativa”.
¡Heme aquí!
En la oscuridad que teje el miedo al escondernos de Dios, la alegría que viene de Jesús parece disiparse y requiere de un acto de amor que, aunque pueda en principio sonar egoísta, no lo es: requiere amor a uno mismo. Ese amor profundo que bebe de la aceptación de ser amados por Dios, posibilita la respuesta de total buena voluntad ante algo que sobrepasa la razón es en sí misma enteramente razonable.
Ese ¡Heme aquí! (Lc 1,38) que constituyó el fiat de María al Ángel. Ella sabe que, más allá de lo que se puede ver y medir con nuestros sentidos y la razón, el Dios de nuestros Padres es fiel y confiable. Por lo tanto, ella abre su vida misma para acoger a un logos mayor, que es asimismo el amor.
Ese logos mayor es Jesús, consuelo y bálsamo de nuestro corazón, fuerza de la vida, tesoro y la delicia del alma. Sol que abate a las tinieblas y las sombras que oscurecen al jardín. Rostro vivo y ardiente de la esperanza que no defrauda, que es capaz de hacerlo todo nuevo de nuevo. A quien se espera sin impaciencia porque, en cierta forma, la impaciencia puede revelar dudas y con Él toda duda desaparece. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela